Por Juan Bautista Alberdi
París, 14 de septiembre de 1843
El primero de septiembre, a eso de las 11 de la mañana,
estaba yo en casa de mi amigo, el señor don M. J. de Guerrico, con quien
debíamos asistir al entierro de una hija del señor Ochoa (poeta español) en el
cementerio de Montmartre. Yo me ocupaba, en tanto que esperábamos la hora de la
partida, de la lectura de una traducción de Lamartine, cuando Guerrico se
levantó exclamando: «¡El general San Martín!».
Me paré lleno de agradable sorpresa, a ver la gran
celebridad americana que tanto ansiaba conocer. Mis ojos, clavados en la puerta
por donde debía entrar, esperaban con impaciencia el momento de su aparición.
Entró, por fin, con su sombrero en la mano, con la modestia y apocamiento de un
hombre común. ¡Qué diferente le hallé del tipo que yo me había formado, oyendo
las descripciones hiperbólicas que me habían hecho de él sus admiradores en
América! Por ejemplo: yo le esperaba más alto y no es sino un poco más alto que
los hombres de mediana estatura. Yo le creía un indio, como tantas veces me lo
habían pintado; y no es más que un hombre de color moreno, de los temperamentos
biliosos. Yo lo suponía grueso, y, sin embargo de que lo está más que cuando
hacía la guerra en América, me ha parecido más bien delgado; yo creía que su
aspecto y porte debían tener algo de grave y solemne, pero le hallé vivo y
fácil en sus ademanes, y su marcha, aunque grave, desnuda de todo viso de
afectación. Me llamó la atención su metal de voz, notablemente gruesa y
varonil. Habla sin la menor afectación, con toda la llanura de un hombre común.
Al ver el modo cómo se considera él mismo, se diría que este hombre no había
hecho nada de notable en el mundo, porque parece que él es el primero en
creerlo así. Yo había oído que su salud padecía mucho, pero quedé sorprendido
al verle más joven y más ágil, que todos cuantos generales he conocido de la
guerra de nuestra independencia, sin excluir al general Alvear, el más joven de
todos. El general San Martín padece en su salud, cuando está en inacción y se
cura con sólo ponerse en movimiento. De aquí puede inferirse la fiebre de
acción de que este hombre extraordinario debió estar poseído en los años de su
tempestuosa juventud. Su bonita y bien proporcionada cabeza, que no es grande,
conserva todos sus cabellos, blancos hoy casi totalmente; no usa patilla ni
bigote a pesar de que hoy los llevan por moda hasta los más pacíficos ancianos.
Su frente, que no anuncia un gran pensador, promete, sin embargo, una
inteligencia clara y despejada, un espíritu deliberado y audaz. Sus grandes
cejas negras suben hasta el medio de la frente, cada vez que se abren sus ojos,
llenos aún del fuego de la juventud. La nariz es larga y aguileña, la boca
pequeña y ricamente dentada es graciosa cuando sonríe; la barba es aguda.
Estaba vestido con sencillez y propiedad, corbata negra
atada con negligencia, chaleco de seda negro, levita del mismo color, pantalón
mezcla celeste, zapatos grandes. Cuando se paró para despedirse, acepté y cerré
con mis dos manos la derecha del grande hombre que había hecho vibrar la espada
libertadora de Chile y el Perú. En ese momento se despedía para uno de los
largos viajes que hace en el interior de la Francia en la estación del verano.
No obstante su larga residencia en España, su acento es el
mismo de nuestros hombres de América, coetáneos suyos. En su casa habla
alternativamente el español y francés, y muchas veces mezcla palabras de los
dos idiomas, lo que le hace decir, con mucha gracia, que llegará un día en que
se verá privado de uno y otro, o tendrá que hablar un patois de su propia
invención. Rara vez, o nunca, habla de política. Jamás trae a la conversación,
con personas indiferentes, sus campañas de Sud América; sin embargo, en general
le gusta hablar de empresas militares.
Yo había sido invitado por su excelente hijo político, el
señor don Mariano Balcarce, a pasar un día en su casa de campo, en Grandbourg,
como seis leguas y media de París. Este paseo debía ser para mí tanto más ameno
cuanto que debía hacerlo por el camino de hierro en que nunca había andado. A
las once del día señalado, nos trasladamos con mi amigo el señor Guerrico al
establecimiento de carruajes de vapor de la línea de Orleans, detrás del Jardín
de Plantas…
A eso de la una de la tarde, se detuvo el convoy en Ris; de
allí a la casa del general San Martín hay una media hora, que anduvimos en un
carruaje enviado en busca nuestra por el señor Balcarce. La casa del general
San Martín está circundada de calles estériles y tristes, que forman los muros
de las heredades vecinas. Se compone de un área de terreno igual, con poca
diferencia, a una cuadra cuadrada nuestra. El edificio es de un solo cuerpo y
dos pisos altos. Sus paredes blanqueadas con esmero, contrastan con el negro de
la pizarra que cubre el techo, de forma irregular. Una hermosa acacia blanca da
su sombra al alegre patio de la habitación. El terreno que forma el resto de la
posesión está cultivado con esmero y gusto exquisito; no hay un punto donde no se
alce una planta estimable o un árbol frutal. Dalias de mil colores, con una
profusión extraordinaria llenan de alegría aquel recinto delicioso. Todo en el
interior de la casa respira orden, conveniencia y buen tono. La digna hija del
general San Martín, la señora Balcarce, cuya fisonomía recuerda con mucha
vivacidad la del padre, es la que ha sabido dar a la distribución doméstica de
aquella casa, el buen tono que distingue su esmerada educación. El general
ocupa las habitaciones altas que miran al norte. He visitado su gabinete, lleno
de la sencillez y método de un filósofo. Allí, en un ángulo de la habitación,
descansaba impasible, colgada al muro la gloriosa espada que cambió un día la
faz de la América occidental. Tuve el placer de tocarla y verla a mi gusto; es
excesivamente curva, algo corta, el puño sin guarnición; en una palabra: de la
forma denominada vulgarmente moruna. Está admirablemente conservada: sus
grandes virolas son amarillas, labradas, y la vaina que la sostiene es de un
cuero negro graneado semejante al del jabalí. La hoja es blanca enteramente,
sin pavón ni ornamento alguno. A su lado estaban también las pistolas grandes,
inglesas, con que nuestro guerrero hizo la campaña del Pacífico.
Vista la espada, se venía naturalmente el deseo de conocer
el trofeo con ella conquistado. Tuve, pues, el gusto de examinar muy despacio
el famoso estandarte de Pizarro que el Cabildo de Lima regaló al general San
Martín, en remuneración de sus brillantes hechos. Abierto completamente sobre
el piso del salón, lo vi en todas sus partes y dimensiones. Es como de nueve
cuartas nuestras de largo; y su ancho como de siete cuartas. El fleco de seda y
oro ha desaparecido casi totalmente. Se puede decir que del estandarte
primitivo se conservan apenas algunos fragmentos adheridos con esmero a un
fondo de seda amarillo. El pedazo más grande es el del centro, especie de
chapón donde sin duda estaba el escudo de armas de España, y en que hoy no se
ve sino un tejido azul confuso y sin idea ni pensamiento inteligibles. Sobre el
fondo amarillo o caña del actual estandarte se ven diferentes letreros, hechos
con tinta negra, en que se manifiestan las diferentes ocasiones en que ha sido
sacado a las procesiones solemnes por los alféreces reales que allí mismo se
mencionan.
¿Quién si no el general San Martín debía poseer este
brillante gaje de una dominación que había abatido con su espada? Se puede
decir con verdad que el general San Martín es el vencedor de Pizarro: ¿a quién,
pues, mejor que al vencedor tocaba la bandera del vencido? La envolvió a su
espada y se retiró a la vida oscura, dejando a su gran colega de Colombia la
gloria de concluir la obra que él había casi llevado hasta su fin…
No hay ejemplo (que nosotros sepamos) de que el general San
Martín haya facilitado datos ni notas para servir a redacciones que hubieran
podido serle muy honrosas; y difícilmente tendremos hombre público que haya
sido solicitado más que él para darlas… Se me ha dicho que cuando la aparición
de la Memoria sobre el general Arenales, publicada por su hijo, un hombre
público de nuestro país escribió al general San Martín solicitando de él
algunos datos y su consentimiento para refutar al coronel Arenales en algunos
puntos en que no se apreciaba con la bastante latitud los hechos esclarecidos
del Libertador de Lima. El general San Martín rehusó los datos y hasta el
permiso de refutar a nadie en provecho de su celebridad.
El actual Rey de Francia, que es conocedor de la historia
americana, habiendo hecho reminiscencia del general San Martín, en presencia de
un agente público de América, con quien hablaba a la sazón, supo que se hallaba
en París desde largo tiempo. Y como el Rey aceptase la oferta que le fué hecha
inmediatamente de presentar ante S. M. al general americano, no tardó en ser
solicitado con el fin referido; pero el modesto general, que nada tiene que
hacer con los reyes, y que no gusta de hacer la corte, ni de que se la hagan a
él, que no aspira ni ambiciona a distinciones humanas, pues que está en Europa,
se puede decir, huyendo de los homenajes de catorce repúblicas, libres en gran
parte por su espada, que si no tiene corona regia, la lleva de frondosos
laureles, en nada menos pensó que en aceptar el honor de ser recibido por S. M.
y no seré yo el que diga que hubiese hecho mal en esto.
Antes que el señor marqués Aguado verificase en España el
paseo que le acarreó su fin, hizo las más vehementes instancias a su amigo el
general San Martín para que le acompañase al otro lado del Pirineo. El general
se resistió, observándole que su calidad de general argentino le estorbaba
entrar en un país con el cual el suyo había estado en guerra sin que hasta hoy
tratado alguno de paz hubiese puesto fin al entredicho que había sucedido a las
hostilidades: y que en calidad de simple ciudadano le era absolutamente
imposible aparecer en España, por vivos que fuesen los deseos que tenía por
acompañarle. El señor de Aguado, no considerando invencible este obstáculo,
hizo la tentativa de hacer venir de la corte de Madrid el allanamiento de la
dificultad. Pero fué en vano porque el gobierno español, al paso que manifestó
absoluta deferencia por la entrada del general San Martín cómo hombre privado,
se opuso a que lo verificase en su rango de general argentino. El Libertador de
Chile y el Perú, que se dejaría tener por hombre oscuro en todos los pueblos de
la tierra, se guardó bien de presentarse ante sus viejos rivales, de otro modo
que con su casaca de Maipo y Callao: se abstuvo, pues, de acompañar a su
antiguo camarada. El señor de Aguado marchó sin su amigo y fué la última vez
que le vió en la vida. Nombrado testamentario y tutor de los hijos del rico
banquero de París, ha tenido que dejar hasta cierto punto las habitudes de la
vida inactiva que eran tan funestas a su salud. La confianza de la
administración de una de las más notables fortunas de Francia, hecha a nuestro
ilustre soldado por un hombre que le conocía desde la juventud, hace tanto
honor a las prendas de su carácter privado, como sus hechos de armas ilustran
su vida pública. El general San Martín habla a menudo de la América en sus
conversaciones íntimas, con el más animado placer: hombres, sucesos, escenas
públicas y personales, todo lo recuerda con admirable exactitud. Dudo, sin
embargo, que alguna vez se resuelva a cambiar los placeres estériles del suelo
extranjero por los peligros e inquietos goces de su peligroso país. Por otra
parte, ¿será posible que sus adioses de 1829, hayan de ser los últimos que deba
dirigir a la América, el país de su cuna y de sus grandes hazañas?
J. B. ALBERDI.
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