Por el Prof. Jbismarck
Año 1874…Sarmiento entrega la Banda Presidencial a Nicolás
Avellaneda. Sarmiento es ahora un
ciudadano como cualquier otro. Su
espíritu se mantiene joven y enérgico. ¿En qué ocupará su actividad tremenda? Dicen sus biógrafos que está pobre. No
tanto. Con su sueldo de coronel, un hombre solo, habituado a una existencia
austera, puede vivir. Pero Avellaneda, creyéndole pobre él también, dícele que
le pida sigo. Sarmiento le contesta que le conceda un edecán y el poder mandar
cartas y telegramas sin pagarlos. Al
Presidente le parece poco, y le ruega solicitarle algo más. Sarmiento
le pide que lo haga general. Ser
general es su sueño. Además, el sueldo de general constituirá para él la
holgura. Avellaneda desea complacerlo
porque es su amigo, lo admira y a él le debe la Presidencia, redacta y envía al
Senado un mensaje sobrio y serio, sin elogios ni exaltación de las virtudes
militares de Sarmiento, solicitando acuerdo para el ascenso a coronel mayor. Y
no dice, como debiera, del coronel Sarmiento, sino del “señor” Sarmiento.
El 15 de febrero de 1888, nuevo homenaje.
Ese día cumple Sarmiento setenta y siete años. Agradece, por rara excepción,
con muy breves palabras: “Agradezco a Buenos Aires esta manifestación como el
primer eco de la posteridad que me alcanza antes de bajar a la tumba”. Al poco tiempo y enfermo decide dirigirse a
Asunción del Paraguay acompañado por su hija y su nieta María Luisa.
Presintiendo
su muerte, junto a la borda, poco antes de partir, le dice a Augusto Belín (su
nieto), mirando a la ciudad: “Será Buenos Aires lo que he dicho tantas veces,
la ciudad reina del Sur; pero no estaré yo para ver realizados mis pronósticos.
No paso de este año, hijo. Me voy a morir...-
Al llegar a Corrientes, estudiantes, maestros y algunos hombres públicos
suben a saludarle. Los recibe sentado, tan enfermo está. Olvidándose de que es
sordo, le obligan a aguantar sus discursos. El trata de oírles mediante su
trompetilla.
En Asunción se aloja en un
hotel de las afueras, situado a dos kilómetros del centro y en una altura, en
el lugar llamado con el extraño nombre de Cancha Sociedad. Pero él no vive
precisamente en el hotel, sino en una casita muy próxima: un anexo de cuatro
cuartos de madera. El cuerpo principal del edificio es de la época de Carlos
Antonio López, y allí vivió durante un tiempo madama Lynch, la esposa del
mariscal Francisco Solano.
A pesar de
que le saben enfermo, la noticia de su regreso alborotó a un núcleo de hombres
cultos. Uno de ellos es Martín García Mérou, el ministro argentino, que, sin
éxito, quiso alojarle en su casa Su
poca actividad externa se limita a su correspondencia. Van pasando los días del invierno. Es
visitado por mucha gente. Hasta resulta un programa dominguero para los
paraguayos ir a verle. El tranvía llega hasta la puerta de su morada. El convida a sus visitantes con sidra de San
Juan. Su ocupación principal es arreglar el pequeño terreno que, le han
regalado. Sarmiento hace cercar el terreno con pilares
de palma y enrejado de cañas de tacuara. García Mérou ha referido su cotidiana
visita de las tardes, en ese sitio. El y su mujer llevan un lunch. Están
siempre Sarmiento y su nieta.
Dedica las
noches a escribir. Muy pocos paseos. El mal tiempo impide realizar una
importante excursión que él había preparado con entusiasmo. En agosto espera a
Aurelia Vélez, y a su nieto. Julio Belin. En Septiembre de 1888. Ya está armada la
casita y arreglado el terreno. Sólo falta el agua, y a fin de obtenerla se está
perforando la tierra. Brota el 4, a treinta varas de profundidad, con gran
alegría de Sarmiento, que, para festejar el suceso, enarbola dos banderas, la
paraguaya y la argentina.
La agitación le hace daño, y a la noche siente fatiga
y malestar. El 5, tormenta terrible,
que, naturalmente, perjudica al enfermo. Los médicos se manifiestan pesimistas.
El 6 sufre un síncope. Su médico, Andreuzzi, pide consulta con el doctor
Hassler.
El corazón funciona mal. No le
permiten recibir visitas. A García Mérou, no obstante, le dejan entrar uno de
esos días. Lo describe en su sillón, con la cabeza apoyada en el respaldo. La
señora de Alcorta le da aire con una pantalla. Su nieta le descose la camiseta,
que le molesta Su nieto Augusto, refiere
cómo Sarmiento, expulsa a un sacerdote, llama a su hija y le dice: “Devuélvanlo,
Que no haya sacerdote junto a mi lecho”.
Cada día está peor. Varios
médicos lo han examinado y ninguno da esperanzas. El 10 por la noche —refiere
alguien-- pide papel y ruega a quienes
le acompañan que le dibujen un triángulo. Esto no puede ser sino un mensaje
a los masones. Equivale a decirles: '‘estoy
con ustedes, no claudicaré, seré fiel a nuestras ideas". Ha pasado casi toda la enfermedad en un
sillón, construido o arreglado para él, y en donde puede leer y escribir con
comodidad. Ese mismo día 10, alta la noche, ruega que lo transporten al lecho.
Duerme un rato. A eso de las dos de la madrugada del 11, un criado,
advirtiéndole inquieto, avisa a la familia. Llega su hija. Pide él que pongan
la cama con la cabecera junto a la ventana que da al campo. Cierra los
párpados. Luego hace una profunda y larga aspiración y se queda pálido e
inmóvil. Inmóvil para siempre. Son las dos y quince minutos.
Estaba
con el enfermo el médico de cabecera, liberal y masón. Sus restos llegan a Bs As y el mismo día es
enterrado en el cementerio de la Recoleta; Juárez Celman, tan maltratado por él, le ha
decretado honores de Capitán general, o sea de presidente de la República, pues
el Presidente es el único capitán general entre nosotros.
Cuando el convoy se pone en marcha, desde el
muelle hacia la plaza de la Victoria, a la una, hace tres horas que el gentío
espera bajo una garúa fina y helada. Poco después, la garúa se convierte en
lluvia copiosa. El coche fúnebre es
gigantesco, lo mismo que uno de los carros para las coronas, pagado por el Club
Social de Córdoba. Los faroles de las
calles, hasta llegar a la Recoleta, están encendidos y envueltos por crespones
negros.
El presidente de la República, en el carruaje de gala, forma en el
cortejo. Con la muerte comienza para
Sarmiento la gloria que tanto ambicionaba. Al principio, con todo, es muy
relativa, pues sus libros no son reeditados ni leídos. Pero en los treinta
discursos pronunciados en sus exequias se le ha incensado con los más grandes
elogios imaginables. Y así, más o menos, hablaron todos los diarios, aun
aquellos que más lo habían combatido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario