por Daniel Balmaceda
La conducta de Guillermo Brown en la mesa era inalterable.
Su asistente Gonzálvez, quien pasó años junto al almirante, contó que era “un
hombre sobrio, metódico en sus manjares”. Esas cualidades lo han convertido en
una de las figuras de nuestra historia con costumbres arraigadas y un menú
estricto.
Siempre se levantaba antes de la salida del sol, aunque el
barco estuviera detenido en el puerto. Para despabilarse, en la mesa de su
camarote lo aguardaba la tetera con dos tazas y media de agua hirviendo. El
propio despensero se encargaba de verter dos cucharas soperas de té (que
previamente había medido el propio marino), lo que equivalía a unos ocho o diez
saquitos actuales. Semejante cantidad hacía que el té fuera bien fuerte, como
le gustaba al irlandés. Así lo tomaba cuando estaba fondeado. Pero si se encontraba
navegando, le agregaba dos cucharadas soperas de leche caliente, pero jamás
hervida.
Mientras el marino disfrutaba del té, el despensero se
mantenía de pie a un costado. Cuando terminaba su taza, Brown le ordenaba que
se sirviera y tomara. Una vez que el despensero había consumido su té, debía
lavar la tetera hasta que quedara reluciente. Estas manías del almirante tenían
que ver con su temor a ser envenenado. Al convidar al sirviente solo pretendía
dejar en claro que si el hombre le ponía algún tipo de veneno, también él
debería tomarlo. En cuanto a la limpieza de la tetera, perseguía el mismo fin.
Concluidas las dos tazas subía a la cubierta para controlar
los trabajos e informarse de novedades. La actividad se suspendía a las ocho de
la mañana, lloviera o tronara, porque llegaba el tiempo de un primer almuerzo
que, como vemos, no era precisamente al mediodía ni mucho menos.
A la mesa del almirante llegaba un bife a la inglesa —más
bien crudo— con papas que él mismo pelaba. Para aderezar, en otro plato tenía
su tarro de mostaza inglesa estirada con vinagre más un poco de sal que él
mismo había separado previamente para no padecer alteraciones peligrosas. En
caso de que dispusiera de huevos, comía tres pasados por agua, muy blandos, que
estaban contenidos en un vaso. Recordemos que estamos hablando de su almuerzo a
las ocho de la mañana. Después del bife y los huevos era el turno de las
galletas, o rebanadas de pan, con manteca; más un vaso de vino de oporto.
Este menú fijo podía llegar a variar durante las travesías
por falta de ingredientes. Las alternativas eran el jamón o la panceta de
Holanda, fritos, con pickles que llevaban en tarros.
A las doce del mediodía volvía a comer. Por lo general,
carne al horno muy jugosa, con papas embebidas en el propio jugo, y acompañada
por una sopa de cebada o arvejas. De Manual de la criada económica copiamos un
potaje de guisantes que nos permitirá acercarnos al menú del marino:
1) Se echarán los guisantes en un puchero con sal, cebollas,
zanahorias, unos puerros, apio, y si fuese para día de carne, un pedazo de
tocino.
2) Cuando los guisantes están ya bien cocidos, se
espachurran con un cucharón, se ponen en un colador y se pasan, quedándose en
el colador los hollejos o pieles de la legumbre.
3) Se dispone el potaje, y se le añade caldo de carne, de
pescado, o agua y encima se sirve el puré.
Arribamos al postre. Brown tenía predilección por el budín
con pasas de uva, con una pizca de coñac, grasa de vaca y un poco de azúcar,
que se servía caliente y se sazonaba con oporto o jerez. Siempre sobraba budín
y se guardaba para la tarde, cuando lo cortaba en tajadas que freía hasta
tostarlas y acompañaban el religioso té. Esta era la última comida del día (a
las cinco en invierno o a las siete en verano), salvo que tuviera que
mantenerse despierto durante la noche por cuestiones de marinería. En esos
casos, tomaba “una taza de café de cebada inglesa tostada, que suple e imita al
café de Habana o Brasil”, contaba su asistente Gonzálvez, quien además
aseguraba que Brown no quería saber nada con el café clásico porque estaba
convencido de que cierta vez que fue tomado prisionero en las Antillas, los
ingleses quisieron matarlo con venenos que le pusieron en su café.
Ya retirado, el gran almirante Guillermo Brown murió el 3 de
marzo de 1857, a semanas de cumplir los 80 años. ¿Qué nos legó el irlandés del
menú fijo? Además de los valores y su ejemplo como tenaz conductor de nuestra
flota, Brown nos dejó el entrañable y simbólico chocolate de la Patria.
Nos trasladamos al 25 de mayo de 1826, en tiempos en que la
Confederación Argentina se encontraba en guerra contra Brasil y el escenario de
la contienda era el Río de la Plata. Durante la tarde, los porteños asistieron
a un espectáculo único: el enfrentamiento de las fuerzas navales patriotas
comandadas por Guillermo Brown. En realidad, fue una demostración de cañoneo a
las naves brasileñas, que no respondieron sino que se retiraron, ante la
algarabía general. Fue uno de los tantos combates de los Pozos que se llevaron
a cabo en la zona de los Pozos, actual Puerto Madero. En las naves se celebró
el 25 de Mayo con un chocolate caliente que templó los ánimos y combatió el
frío.
A partir de esa mañana, gracias a Brown, surgió la tradición
del chocolate caliente como bebida oficial de los días patrios.
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