JORGE C. BOHDZIEWICZ
Hace más de una
década emprendí la tarea de compilar la bibliografía de don Julio Irazusta.
Tarea ciertamente dificultosa porque sus artículos, alrededor de 600, aparecieron
dispersos en numerosas publicaciones periódicas, algunas de muy difícil
ubicación. Dificultosa pero necesaria, según estimamos entonces, para cualquier
emprendimiento que se propusiese el estudio responsable y profundo de su
trayectoria intelectual, su obra historiográfica o su pensamiento político. Fue aquél un
sencillo reconocimiento al maestro que me prodigó su amistad en sus años
postreros. Tiempo después, a pedido de unos amigos de su Gualeguaychú natal, escribí
una breve semblanza. Era el texto de una conferencia que formaría parte de una jornada
de charlas en su homenaje con motivo de haber transcurrido veinticinco años de
su fallecimiento. Confieso que debí vencer mis propios reparos para emprender
su redacción. ¿Qué podría decir yo, el más modesto de sus discípulos y acaso el
último de sus jóvenes amigos sobre una figura de la talla de Irazusta, don
Julio, como lo llamábamos coloquialmente quienes tuvimos la suerte de disfrutar
de su magisterio en animadas tertulias y numerosos encuentros, ocasionales o
provocados, en mi caso a lo largo de casi una década que jamás podré olvidar? Si
depuse los escrúpulos, fue bajo el estímulo de la sensación penosa de que sería
una ingratitud de mi parte, en tanto amigo y deudor intelectual, no prestarme
al justísimo homenaje a su querida memoria que aquellos jóvenes se habían
propuesto. Homenaje que hoy se reitera junto con el debido a otros grandes
intelectuales que honraron nuestras letras.
Comenzaré
diciendo que muchos emocionados recuerdos se me agolparon cuando tracé las
primeras líneas de esta breve semblanza. Se permitirá entonces que me aparte de
las formas usuales en esta clase de rememoraciones. Haré, en cambio, una muy
breve referencia a don Julio Irazusta únicamente a través de mis vivencias
personales, que me involucran necesariamente como actor, descontando el
conocimiento que seguramente tiene la audiencia sobre su obra y acaso también
sobre su figura. El propósito es, pues, modesto. Dicho de otra manera: quiero
deja aquí un breve, sencillo y entrañable testimonio, centrado más en la dimensión
humana del personaje y la extraordinaria influencia que ejerció sobre mí, que
en su fantástica obra como crítico literario, historiador, pensador y político.
Sobre las profundidades de estas vertientes de su inagotable intelecto se han
ocupado con pulso firme y encomiable versación Enrique Zuleta, Mario Guillermo
Saraví, Jorge Comadrán Ruiz y Enrique Díaz Araujo. Más recientemente lo ha
hecho Juan Fernando Segovia en un hermoso libro, riguroso y preciso. Ello me
exime de la nada original tarea de repetir lo que esos amigos han divulgado con
acierto. Cuando conocí a
don Julio, ya había leído parte importante de su vasta obra. Lo vi por primera
vez en ocasión de su incorporación a la Academia Nacional de la Historia,
cuando esta institución desarrollaba sus actividades en el Museo Mitre.
Recuerdo la impresión que me produjo su figura corpulenta y su talante
señorial, su rostro sereno y su voz de tono bajo y apacible. Jamás pensé que al
poco tiempo quedaría ligado a su persona con lazos de amistad tan profundos;
jamás pensé que ese hombre marcaría para siempre mis predilecciones literarias
y confirmaría mi vocación por la historia patria y mi orientación política. Recuerdo
también, a modo de confesión tardía, mi desconcierto ante su discurso de
recepción: De la crítica literaria a la Historia
a través de la política. Esperaba, como la mayoría de los jóvenes rosistas
que acudimos a esa cita, un alegato reivindicativo de la figura a la que le
había consagrado varias décadas de lecturas infatigables y meditaciones
profundas en el seno mismo donde la falsificación de nuestro pasado había
adquirido formulación canónica. No fue así. Mas no tardé mucho en advertir que
lo que nos había obsequiado en esa ocasión, sin que yo lo advirtiera, era la
síntesis más preciosa que jamás haya leído sobre el itinerario intelectual de
un humanista de raza, auténtico y casi sin parangón en nuestro medio. Permítaseme que
evoque brevemente ese itinerario que comenzó, según él mismo nos lo cuenta, con
el estudio crítico de poetas, novelistas y ensayistas franceses, ingleses y
argentinos. Sin abandonar nunca su lectura, pero consciente de la necesidad de
ensanchar las bases filosóficas de su formación, don Julio pronto orientó sus
afanes hacia los clásicos de todos los tiempos, pero muy especialmente a los
filósofos políticos denominados “reaccionarios”, como Burke, Rivarol, De Maistre,
Maurras y tantos otros que dejaron un sedimento perceptible en su propia teoría
política, sin mengua de su concepción, que fue original. Y sin solución de
continuidad, antes bien, de modo simultáneo y a uno con la praxis política, don
Julio se consagró al estudio sistemático del pasado argentino para dar respuesta
a los interrogantes que con insistencia le planteaban el presente y el porvenir
de su Patria, que parecía resistirse en su clase dirigente a emprender el
camino de la grandeza, perdida en la aciaga jornada de Caseros. Es así que se
convirtió, según expresión con que subtituló sus Memorias, en un “historiador a la fuerza”. La clave del acierto con
que emprendió sus trabajos encuentra su explicación tanto en su inteligencia
privilegiada y en su cultura general incomparable, como en la aplicación de las
categorías filosóficas del realismo político al examen del pasado. Recuerdo
aquí un consejo suyo que utilizó para sí como guía para su formación
autodidacta: compensar una cultura general, la mayor posible, con el estudio
erudito de un tema hasta tocar sus profundidades. Así evitaba los riesgos de la
falta de una perspectiva abarcadora tanto como la tendencia a la dispersión.
Y permítaseme
decir aquí algo, muy poco, en relación con su obra como historiador. Sabido es que el camino de la investigación
histórica parte del análisis de las fuentes para recrear los hechos y dirigirse,
en sus mejores cultores, a la síntesis interpretativa, que es la culminación de
su quehacer. Sin embargo, creo advertir que don Julio recorrió, al ocuparse de
Rosas, un camino curiosamente inverso, inusual y, por lo mismo, asombroso. En
1935, cuando contaba con apenas 36 años, edad en la que en la mayoría se
presenta lejana aún la madurez intelectual, don Julio publicó su Ensayo sobre Rosas en el centenario de la
suma del poder, obra que parece culminar la parábola de un historiador y no
comenzarla. Pero fue exactamente al revés. El lector podrá encontrar en esa obra,
en acto o en potencia, perfectamente definidas o apenas insinuadas, en
admirable síntesis, todas las ideas sobre el significado de la dictadura de
Rosas en la historia argentina a la luz de la historia universal, que es la que
le da inteligibilidad y sentido profundo al fenómeno. Síntesis que tendrá años
después su despliegue analítico y comprobación fáctica en su Vida política de Juan Manuel de Rosas a través
de su correspondencia. Obra erudita hasta lo inverosímil y modelo de
historia política en su sentido más cabal, cuyo primer volumen apareció seis
años más tarde, en 1941, y completa treinta años después, en 1970.
Vuelvo a las
evocaciones. Fue en aquel mismo recinto, la Academia Nacional de la Historia,
trasladado al cabo de poco tiempo a la calle Balcarce, que entablé con don Julio
mi primer diálogo, en oportunidad de habérseme adjudicado una distinción insignificante,
creo que en 1973. Fue para mí la “ocasión dorada”, según expresión que le era
muy propia y tomo prestada. Y claro que no la desaproveché: temeritas est florentis aetatis, dice
Cicerón. Después le escribí algunas cartas -eran
consultas puntuales sobre temas históricos-
que nunca dejó de responder. Y enseguida vinieron los primeros encuentros.
Era yo muy joven
entonces y, como tal, desbordaba de proyectos, entre ellos el de editar una
revista de historia que concebía como expresión de un revisionismo de riguroso
carácter científico, pero combativo a la vez. Nada que ver con la actual
caricatura de ese movimiento intelectual, alentada desde el poder político. Dios
quiso que pudiera concretar ese proyecto y en su número primero aparecieron dos
trabajos de don Julio que le pedí especialmente: un ensayo crítico sobre Los “Apuntes” de Antonio Cuyás y Sam-pere
y una extensa reseña sobre un autor de origen hebreo que tuvo la tentación de
ocuparse del revisionismo histórico con escaso bagaje informativo y abundantes
prejuicios ideológicos, propios de los historiadores autodenominados
“progresistas” cada vez que abordan alguna expresión del Nacionalismo argentino,
por supuesto que para descalificarlo. Tarea ardua le resultó -me
consta- descifrar el estilo arrevesado del
autor, quien finalmente quedó demolido por los razonamientos de nuestro maestro,
cuya capacidad como polemista implacable pero de formas siempre amables y urbanas
brilló en esas páginas no menos que en las que se ocupó de Ricardo Rojas o Ernesto
Celesia.
No pasó mucho
tiempo desde aquel mi estreno como director de la revista, que se llamaba Historiografía entonces y luego Historiografía Rioplatense, cuando decidí
darle personería jurídica al Instituto Bibliográfico “Antonio Zinny” luego del
fallecimiento del Padre Guillermo Furlong, bajo cuya inspiración lo habíamos
fundado de hecho en 1970. Instituto que aún sobrevive con el auxilio de la
Divina Providencia y pese a los embates del izquierdismo, adueñado
imperativamente de todos los resortes financieros en el ámbito de la ciencia y
de la cultura. Don Julio fue su Presidente Honorario hasta su fallecimiento.
Para entonces
nuestra amistad se había estrechado más y más, sin que pesara sobre ella la
diferencia de edades. Contaba don Julio entonces con 76 años pletóricos de amplísimos
e insondables conocimientos, 76 años adornados con su bondad natural, carácter sereno
e imperturbable jovialidad. Es cierto que nos separaban algo más que cuatro
décadas. Sin embargo, jamás puso una mínima distancia en el trato, que yo
sintiera, ni pronunció una expresión que insinuara el abismo que existía entre
su sabiduría y mi insignificancia. Don Julio sabía conversar animadamente con
adolescentes y viejos, con gentes de refinada cultura y con gentes del común,
que no la tenían. Y a todos escuchaba. Y a todos tenía siempre algo que decir sobre
los motivos o intereses que los convocaban al diálogo. Y con todos derramaba
generosamente su amistad, sabiendo adecuar la elegancia de su lenguaje oral,
que era sencillo y exquisito, a la calidad del interlocutor ocasional.
Con el correr de
los años, mis encuentros con don Julio se hicieron cada vez más frecuentes. En
la sede del Instituto conversábamos casi todos los días, de lunes a viernes. Y
en una agradabilísima e interminable tertulia, en un sitio al que llamábamos el
“campito”, ubicado en el entrecruce de dos ramales ferroviarios, en Palermo,
todos los días sábados, salvo muy mal tiempo, y a veces con tiempo muy malo también.
El “campito”, un pequeño lote con varias parrillas, una cancha de fútbol, buena
arboleda y un edificio de construcción precaria, se me presenta hoy inseparable
de la figura de don Julio. Allí se reunían -nos
reuníamos- convocados por mi compadre
Félix Fares y por Augusto Giménez, la mayoría de las inteligencias que expresaban
a mi entender, en sus diversos matices y en esos tiempos -hablo
de la década del setenta-, el pensamiento nacionalista.
Recuerdo a Ernesto Palacio, entrañable amigo de don Julio, a Juan Pablo Oliver,
a Jaime María de Mahieu, al Padre Raúl Sánchez Abelenda, a Jaime Gálvez, a
Emilio Samyn Ducó, a Ricardo Curutchet y a tantos otros nombres que la memoria
me traerá cuando me proponga exprimirla. Allí conocí a poetas como Calvetti y a
editores como Taladriz. También a muchos viejos militantes de la Unión Republicana,
partido que don Julio había fundado con su hermano Rodolfo para darle batalla
al régimen. Allí se generaban largas y animadas charlas y algunas polémicas.
Jamás una disputa agria porque el clima de los encuentros era tolerante y
jocoso. No había espacio para el malhumor ni para las solemnidades. ¡Qué
señores eran aquellos! Cualquier tema en el que intervenía don Julio, así fuese
el más doméstico o trivial imaginable, alcanzaba con sus razonamientos alturas
insospechables. Era asombroso y un deleite para el espíritu escuchar con qué
facilidad se elevaba de la anécdota a la categoría, o verlo emprender el camino
inverso.
Incontable era la
cantidad y calidad de ideas, relatos y anécdotas que se sucedían a lo largo de
las 8 horas, no menos que 8 y a veces bastante más, que duraban esos encuentros.
Ideas, relatos y anécdotas que encendía y potenciaba el buen vino, presentado
con generosidad y trasegado con abundancia.
Como podrán
imaginarse, mi papel en esa tertulia de “grandes” no excedía el de un simple
pero atento oyente. A veces, una tímida pregunta era todo mi aporte al
lucimiento de los comensales. Mi interés era oír y aprender. Las respuestas de
don Julio sin proponérselo eran todas lecciones magistrales, expresadas con
naturalidad, sin el menor asomo de afectación. Podían comenzar con una referencia
a Jenofonte o con la cita de una pasaje de La
Eneida en latín, para transitar luego siglos y naciones en admirables
comparaciones -don Julio manejaba la historia
comparativa como nadie, valido de su memoria deslumbrante y de su capacidad
asociativa- y concluir con una jocosa
anécdota pueblerina, como la de aquel accidente que le pasó al vasco Iturbide
durante una travesía, que no contaré. ¡Qué maravilloso buen decir tenía don
Julio cuando narraba las cosas más sencillas! A propósito de La Eneida, recuerdo su cita, tomada del
libro quinto, en el que Virgilio describe la competencia en que los rezagados
en una regata terminan ganando: possunt
quia posse videntur. Cita cargada de un significado inequívoco sobre el
valor de la fe y la voluntad puestas tras un objetivo; cita que, cambiando los
tiempos verbales para acercamos más a la idea que quería transmitir, se traduciría
así: “pudieron porque creyeron poder”.
En el “campito”,
ese ámbito materialmente rústico y precario pero humanamente jerárquico y
señorial, estaba instalada, lo mismo que en nuestro Instituto, la cátedra
informal donde pude dar forma, rectificar y completar algo de la deficiente
educación recibida en una Universidad estragada ya por el sectarismo ideológico
y el apego a las modas, que revela siempre debilidad de espíritu. La cátedra
que la Providencia me ofreció durante los años que evoco fue muy superior a las
que conocí porque, entre muchas otras cosas, estaba abierta al conocimiento y
debate de autores desterrados o deliberadamente ignorados por la “inteligencia”
universitaria reformista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario