Rosas

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miércoles, 2 de diciembre de 2020

Breve semblanza personal de Don Julio Irazusta 2da Parte

 Por JORGE C. BOHDZIEWICZ

En el Instituto, en su pequeño departamento de la calle Chile y algunas veces en mi casa, la situación era distinta. Sin rivales, y depuestas las timideces iniciales, solía acosarlo con infinidad de demandas intelectuales y algún que otro atrevimiento. Tan generoso y benevolente era don Julio, que en una oportunidad me entregó los manuscritos de La política, cenicienta del espíritu para que se los comentara y le hiciera las acotaciones críticas que estimara convenientes. Comprenderán Ustedes que huí despavorido de semejante compromiso, completamente desproporcionado para mis modestos conocimientos de entonces. Claro que lo hice sin dejar de agradecer su nobilísima oferta, cuyo discreto sentido comprendí después. Pero así era él, no sólo conmigo, aclaro, porque no puedo decir que me distinguió especialmente, sino con todos los que tuvimos la fortuna de gozar de su proximidad y de su amistad.

 
Cuento que una vez sí me atreví a corregirle los manuscritos de un ensayo sobre Ramos Mejía que le había pedido para otro número de la revista. Claro que esas correcciones, que recuerdo avergonzado por llamarlas así, eran sólo sobre letras mal tipeadas u omisiones de palabras pensadas pero no escritas. Es que don Julio había redactado ese ensayo poco menos que de memoria, prácticamente ciego por las cataratas. Un hecho verdaderamente prodigioso. Guardo con celo ese tesoro entre mis papeles.

 Por supuesto, conocí Las Casuarinas, que visité en cuatro oportunidades por lo menos. Conservo intacta la imagen de la vieja casona rodeada de una frondosa arboleda y el infernal ruido de las cotorras. También de las noches apacibles en que solíamos conversar iluminados por el sol de noche, pero más por el destello inagotable y amistoso de su sabiduría. Poco importaba la comida, a veces incomible, que preparaba Rasputín, nombre que le dio la querida negra Barel a un pintoresco criado, medio “falto”, según decía con acierto y gracia.

 Tengo presente asimismo el escritorio y la gran mesa que lo acompañaba en la habitación en que tenía instalada su biblioteca. Había allí un caos fenomenal de papeles del cual emergían sus famosas carpetas, que fueron más de quinientas: un verdadero cosmos hecho de recortes y anotaciones manuscritas hilvanados y ordenados por su inteligencia. Supongo que quienes lo han conocido sabrán, porque él mismo lo contó muchas veces, que compraba tres ejemplares de cada uno de los libros que le interesaban: dos para recortar y pegar, y uno para conservar anotado. Alguna vez tuve esas capetas en mis manos, en el Instituto, donde las había depositado en tránsito porque allí había fijado su lugar de trabajo en sus años postreros, cuando el CONICET, conducido entonces por gente patriota, proba y abierta a la inteligencia, reconoció sus méritos, lo contrató y le permitió completar sus últimos trabajos. Uno de ellos, La curva ascendente de la economía argentina, permanece inédito y a la espera de su oportunidad editorial.

 En Las Casuarinas tuve también ocasión de recorrer asombrado sus Cuadernos de Notas, como había titulado a una serie de volúmenes manuscritos, bien encuadernados, donde había volcado los comentarios suscitados por los clásicos que había estudiado entre 1923 y 1927 (repárese que don Julio nació en 1899). Sus hojas atesoraban, en agraz y a la espera de su madurado desarrollo, numerosos artículos y libros. Uno de ellos, se recordará, fue su Tito Livio, editado en 1951, que nació de las anotaciones de esos Cuadernos. Pienso que de no haber acudido a otros intereses y reclamos superiores, habrían surgido de sus páginas muchos ensayos deliciosos, similares a los que dedicó al historiador romano, a Burke y a Rivarol.

 A principios de 1982 la salud de don Julio había declinado sensiblemente. Dejó entonces su residencia porteña y se instaló en una casa de la calle Palma, en la ciudad de Gualeguaychú. A principios de abril supe de su empeoramiento. No vacilé. Emprendí viaje ante el presentimiento de un pronto desenlace. Quería darle la despedida a mi maestro. Recuerdo que entré en la habitación en la que se hallaba postrado y le hice algún chiste gracioso que respondió con otro. Apenas si pude disimular las lágrimas que brotaban del fondo de mi alma. Llevaba un encargo de sus amigos: las páginas manuscritas del prólogo para una segunda edición de Perón y la crisis argentina que aquellos deseaban reeditar. Se las alcancé. No las leyó. No las podía leer, ni era necesario. Me contestó que no deseaba que el libro se publicara porque podía, en esos momentos, contribuir a dividir la opinión de los argentinos. Valga la anécdota postrera para demostrar su extraordinaria grandeza de espíritu, porque en esos precisos momentos -no haría falta que lo recuerde- nuestros fuerzas armadas estaban dando batalla en tierras malvinenses. Argentina había desafiado a un imperio, recuperado lo que le pertenecía en derecho y se le negaba hasta la humillación y le había hundido al enemigo la mitad de su flota, dando sus solados un ejemplo que la posteridad -me refiero a la Nación entera y no a un puñado de patriotas memoriosos- sabrá recoger y valorar debidamente cuando otros vientos soplen, lo suficientemente fuertes para arrasar con una dirigencia política como la que padecemos hoy, profundamente corrupta y antipatriótica

          Don Julio cerró los ojos antes de aquel fatídico 14 de junio, soñando con el triunfo sobre el usurpador británico. Con ese bello sueño entregó su alma al Creador un argentino de excepción, un 5 de mayo, en Gualeguaychú, la tierra natal que tanto amó.

  

Bibliografía del académico de número Dr. Julio Irazusta, en Boletín de la Academia Nacional de la Historia, v. LXI, Buenos Aires, 1988, p. 477-529.

 

Homenaje a Julio Irazusta en Gualeguaychú, en Cabildo, n. 65 (tercera época), Buenos Aires, 2007, p. 19-21.

 

3  Semblanza personal de Don Julio Irazusta a los 25 años de su fallecimiento, en Gladius, n. 69, Buenos Aires, 2007, p. 193-200.

 

 Un accidente en mi salud impidió que pudiera leer la conferencia preparada para la ocasión. De todos modos, a instancias de un colega, su texto se publicó de modo fragmentario en la revista Cabildo 2, y completo en Gladius 3. Ahora lo publico nuevamente, en este volumen, con algunas pocas quitas y agregados que no alteran en nada sustancial el texto original.

 Recuerdo que en 1975 le propuse a Julio Irazusta la reedición de su Urquiza y el pronunciamiento, libro por entonces difícil de hallar. También recuerdo que me propuso incluirle un prólogo motivado por el hecho de que muchos colegas amigos, según me dijo, le habían señalado que se había mostrado demasiado benevolente con la figura de quien, al fin y al cabo, era responsable de la mayor apostasía que había sufrido la Patria. Ningún inconveniente significaba incluir unas pocas páginas más. Antes bien, fueron oportunas toda vez que contribuyeron a disipar alguna perplejidad en el lector poco atento.

Hoy esa edición, que apareció con una pequeña variante en el título, ha desaparecido de las librerías, lo mismo que la que editó años después Dictio, que incluyó el prólogo. Por eso estimo muy oportuna esta nueva edición encarada por el director de la Biblioteca Testimonial del Bicentenario. Y un verdadero acierto incluir en el volumen otros cuatro trabajos de Julio Irazusta -dos ensayos y dos críticas bibliográficas- prácticamente desconocidos, escritos todos a instancias del firmante de esta noticia.

 Tal vez interese conocer las circunstancias en que fueron concebidos. En 1974, a poco de graduarme en la Universidad de Buenos Aires, pude realizar un proyecto soñado en mi época de estudiante: editar una revista de historia de orientación revisionista y de riguroso carácter científico. Así nació Historiografía, como órgano de un inexistente Instituto de Estudios Historiográficos. Puesto a la tarea de reunir material para el primer número, era lógico que apelara a quien era, sin dudas, al historiador de mayor enjundia dentro de la corriente revisionista.   

1 comentario:

  1. Notas como esta, con detalles reveladores de la vida y la labor de los grandes maestros del revisionismo histórico, deben escribirse y conocerse. Muy bien Revisionistas de San Martin.
    Saludos cordiales
    Edgardo Atilio Moreno

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