Por JORGE C. BOHDZIEWICZ
En el Instituto,
en su pequeño departamento de la calle Chile y algunas veces en mi casa, la
situación era distinta. Sin rivales, y depuestas las timideces iniciales, solía
acosarlo con infinidad de demandas intelectuales y algún que otro atrevimiento.
Tan generoso y benevolente era don Julio, que en una oportunidad me entregó los
manuscritos de La política, cenicienta
del espíritu para que se los comentara y le hiciera las acotaciones críticas
que estimara convenientes. Comprenderán Ustedes que huí despavorido de
semejante compromiso, completamente desproporcionado para mis modestos
conocimientos de entonces. Claro que lo hice sin dejar de agradecer su nobilísima
oferta, cuyo discreto sentido
comprendí después. Pero así era él, no sólo conmigo, aclaro, porque no puedo
decir que me distinguió especialmente, sino con todos los que tuvimos la
fortuna de gozar de su proximidad y de su amistad.
Cuento que una
vez sí me atreví a corregirle los manuscritos de un ensayo sobre Ramos Mejía que le había pedido para otro número de la revista. Claro que esas correcciones,
que recuerdo avergonzado por llamarlas
así, eran sólo sobre letras mal tipeadas u omisiones de palabras pensadas pero
no escritas. Es que don Julio había redactado ese ensayo poco menos que de memoria, prácticamente ciego por las
cataratas. Un hecho verdaderamente prodigioso. Guardo con celo ese tesoro entre
mis papeles.
Por supuesto,
conocí Las Casuarinas, que visité en
cuatro oportunidades por lo menos. Conservo intacta la imagen de la vieja
casona rodeada de una frondosa arboleda y el infernal ruido de las cotorras.
También de las noches apacibles en que solíamos conversar iluminados por el sol
de noche, pero más por el destello inagotable y amistoso de su sabiduría. Poco
importaba la comida, a veces incomible, que preparaba Rasputín, nombre que le
dio la querida negra Barel a un pintoresco criado, medio “falto”, según decía
con acierto y gracia.
Tengo presente
asimismo el escritorio y la gran mesa que lo acompañaba en la habitación en que
tenía instalada su biblioteca. Había allí un caos fenomenal de papeles del cual
emergían sus famosas carpetas, que fueron más de quinientas: un verdadero cosmos
hecho de recortes y anotaciones manuscritas hilvanados y ordenados por su
inteligencia. Supongo que quienes lo han conocido sabrán, porque él mismo lo
contó muchas veces, que compraba tres ejemplares de cada uno de los libros que
le interesaban: dos para recortar y pegar, y uno para conservar anotado. Alguna
vez tuve esas capetas en mis manos, en el Instituto, donde las había depositado
en tránsito porque allí había fijado su lugar de trabajo en sus años postreros,
cuando el CONICET, conducido entonces por gente patriota, proba y abierta a la
inteligencia, reconoció sus méritos, lo contrató y le permitió completar sus
últimos trabajos. Uno de ellos, La curva
ascendente de la economía argentina, permanece inédito y a la espera de su
oportunidad editorial.
En Las Casuarinas tuve también ocasión de
recorrer asombrado sus Cuadernos de Notas, como había titulado
a una serie de volúmenes manuscritos,
bien encuadernados, donde había volcado los comentarios suscitados por los clásicos
que había estudiado entre 1923 y 1927 (repárese que don Julio nació en 1899).
Sus hojas atesoraban, en agraz y a la espera de su madurado desarrollo,
numerosos artículos y libros. Uno de ellos, se recordará, fue su Tito Livio, editado en 1951, que nació de
las anotaciones de esos Cuadernos.
Pienso que de no haber acudido a otros intereses y reclamos superiores, habrían
surgido de sus páginas muchos ensayos deliciosos, similares a los que dedicó al
historiador romano, a Burke y a Rivarol.
A principios de
1982 la salud de don Julio había declinado sensiblemente. Dejó entonces su
residencia porteña y se instaló en una casa de la calle Palma, en la ciudad de
Gualeguaychú. A principios de abril supe de su empeoramiento. No vacilé.
Emprendí viaje ante el presentimiento de un pronto desenlace. Quería darle la
despedida a mi maestro. Recuerdo que entré en la habitación en la que se
hallaba postrado y le hice algún chiste gracioso que respondió con otro. Apenas
si pude disimular las lágrimas que brotaban del fondo de mi alma. Llevaba un
encargo de sus amigos: las páginas manuscritas del prólogo para una segunda
edición de Perón y la crisis argentina
que aquellos deseaban reeditar. Se las alcancé. No las leyó. No las podía leer,
ni era necesario. Me contestó que no deseaba que el libro se publicara porque
podía, en esos momentos, contribuir a dividir la opinión de los argentinos.
Valga la anécdota postrera para demostrar su extraordinaria grandeza de espíritu,
porque en esos precisos momentos -no haría falta que lo
recuerde- nuestros fuerzas armadas
estaban dando batalla en tierras malvinenses. Argentina había desafiado a un
imperio, recuperado lo que le pertenecía en derecho y se le negaba hasta la
humillación y le había hundido al enemigo la mitad de su flota, dando sus solados
un ejemplo que la posteridad -me refiero a la Nación entera
y no a un puñado de patriotas memoriosos- sabrá recoger y valorar
debidamente cuando otros vientos soplen, lo suficientemente fuertes para arrasar
con una dirigencia política como la que padecemos hoy, profundamente corrupta y
antipatriótica
Don
Julio cerró los ojos antes de aquel fatídico 14 de junio, soñando con el
triunfo sobre el usurpador británico. Con ese bello sueño entregó su alma al
Creador un argentino de excepción, un 5 de mayo, en Gualeguaychú, la tierra natal
que tanto amó.
1 Bibliografía del académico de número Dr. Julio Irazusta, en Boletín de la Academia Nacional de la
Historia, v. LXI, Buenos Aires, 1988, p. 477-529.
2 Homenaje a Julio Irazusta en Gualeguaychú, en Cabildo, n. 65 (tercera época), Buenos Aires, 2007, p. 19-21.
3 Semblanza personal de Don Julio Irazusta a
los 25 años de su fallecimiento, en Gladius,
n. 69, Buenos Aires, 2007, p. 193-200.
Un accidente en
mi salud impidió que pudiera leer la conferencia preparada para la ocasión. De
todos modos, a instancias de un colega, su texto se publicó de modo
fragmentario en la revista Cabildo 2,
y completo en Gladius 3.
Ahora lo publico nuevamente, en este volumen, con algunas pocas quitas y
agregados que no alteran en nada sustancial el texto original.
Recuerdo que en
1975 le propuse a Julio Irazusta la reedición de su Urquiza y el pronunciamiento, libro por entonces difícil de hallar. También recuerdo que me propuso incluirle
un prólogo motivado por el hecho de que muchos colegas amigos, según me dijo,
le habían señalado que se había mostrado demasiado benevolente con la figura de
quien, al fin y al cabo, era responsable de la mayor apostasía que había
sufrido la Patria. Ningún inconveniente significaba incluir unas pocas páginas
más. Antes bien, fueron oportunas toda vez que contribuyeron a disipar alguna
perplejidad en el lector poco atento.
Hoy esa edición,
que apareció con una pequeña variante en el título, ha desaparecido de las
librerías, lo mismo que la que editó años después Dictio, que incluyó el
prólogo. Por eso estimo muy oportuna esta nueva edición encarada por el director
de la Biblioteca Testimonial del
Bicentenario. Y un verdadero acierto incluir en el volumen otros cuatro trabajos
de Julio Irazusta -dos ensayos y dos críticas bibliográficas- prácticamente
desconocidos, escritos todos a instancias del firmante de esta noticia.
Tal vez interese
conocer las circunstancias en que fueron concebidos. En 1974, a poco de graduarme
en la Universidad de Buenos Aires, pude realizar un proyecto soñado en mi época
de estudiante: editar una revista de historia de orientación revisionista y de
riguroso carácter científico. Así nació Historiografía,
como órgano de un inexistente Instituto de Estudios Historiográficos. Puesto a
la tarea de reunir material para el primer número, era lógico que apelara a
quien era, sin dudas, al historiador de mayor enjundia dentro de la corriente
revisionista.
Notas como esta, con detalles reveladores de la vida y la labor de los grandes maestros del revisionismo histórico, deben escribirse y conocerse. Muy bien Revisionistas de San Martin.
ResponderEliminarSaludos cordiales
Edgardo Atilio Moreno