La obra de Busaniche es concebida como respuesta a lo que, en reiteradas ocasiones, denomina historiografía “unitaria” y “oficial”. En una suerte de declaración de principios y de acusación contra aquella, señalaba que “…no es posible seguir considerando nuestra historia como una galería de cuadros gloriosos, fuente de inspiración para cierto patriotismo bullanguero, y motivo de vanidad para nuestro nacionalismo…” Además, señala que la producción histórica ha evolucionado gracias al “estudio detenido y metódico de los documentos”. Su opción por la figura de Estanislao López, entonces, está justificada en tanto representa a los “caudillos primitivos” que dirigieron y encauzaron aquellas energías sociales, los “grandes conductores de muchedumbres”.
Para Busaniche, la figura de Bernardino Rivadavia era doblemente condenable: por un lado, por haber desalentado a las provincias a prestar ayuda al pueblo uruguayo, tras la ocupación portuguesa de la Banda Oriental, en 1817; por el otro, por su proyecto unitario, en contra de los deseos populares, que terminó siendo en la década siguiente una “presidencia ficticia”. Para el autor, Artigas lejos estuvo de haber sido “la columna de la desorganización” a la que López siguió producto del “egoísmo” de los gobernantes de Buenos Aires. Por el contrario, sostenía que el caudillo oriental había sido un pionero en la promoción de muchos de los principios vigentes en la república argentina desde la constitución de 1853, con sus Instrucciones del año XIII. Así, luego de citar el artículo que establecía que las provincias fundantes del nuevo estado deberían adoptar, a partir de un pacto recíproco, el sistema de la confederación, señala el verdadero motivo por el cual fueron rechazados los diputados orientales, acusados de “malas formas”: “…Fue una estratagema de los hombres de Buenos Aires para destruir la tendencia artiguista y el espíritu autonómico de los pueblos, porque debe reconocerse que las instrucciones de Artigas eran las que contenían en forma más franca, precisa y sistemática los principios fundamentales del credo federal, y demuestran un conocimiento suficientemente meditado de los textos constitucionales norteamericanos…”.
Estanislao López es representado como el hombre que, desde 1818 en la gobernación provincial, se puso al frente tanto de la defensa de la autonomía de Santa Fe, como de la causa americana. Uno de los puntos más destacados por Busaniche, en línea con el objetivo de su obra, es el Estatuto Provisorio de 1819, al que califica como una constitución, credo de fe republicana y federal, adelantada para la época. Esto demuestra que Estanislao López comprendía los principios básicos de la democracia representativa y que el pueblo santafesino tenía aspiraciones más altas que la “libertad inorgánica” de la que hablaron “ciertos historiadores” (en referencia a Vicente Fidel López). Respecto a la invasión de López y Ramírez a Buenos Aires, sostiene que estaba totalmente fundamentada en tanto buscaba “justicia” frente a los abusos del Directorio y no “venganza”, como lo demuestra el hecho de que el caudillo santafesino enviara a los vecinos y habitantes de la campaña una proclama en donde los invitaba a elegir “libremente” de sus autoridades. Además, y siguiendo con la misma lógica argumentativa, los sucesos del año 1820 representaban para Busaniche un avance institucional: el tratado del Pilar, por ejemplo, era “…el primero de los pactos preexistentes, en cuyo cumplimiento se dictaría más tarde la constitución federal argentina en la ciudad de Santa Fe…”
Otro aspecto importante es que para Busaniche este accionar
de los caudillos estaba legitimado porque se hacía en representación de las
aspiraciones populares de los pueblos, “… ¡La barbarie gaucha, junto a la Pirámide de Mayo, la chusma campesina en la
plaza de la Victoria! No era la barbarie, era el pueblo en cuyo nombre se hacía
la revolución, era un soplo profundo y democrático de la pampa virgen y salvaje
donde habría de gestarse más tarde la riqueza de la Nación al amparo de las
instituciones republicanas y federales cuyos principios defendían con sus
lanzas los caudillos del litoral. ¿Dónde está el pueblo? había preguntado diez
años antes uno de los cabildantes de Mayo. Ahí estaba el pueblo por primera vez
en toda su palpitante realidad, junto a la Pirámide de la revolución, para
afirmar con un gesto bravío, por medio de sus grandes caudillos, cuál era la
verdad de la Revolución de Mayo…”.
Además, señala que el gobernador santafesino fue posteriormente uno de los primeros y más fervientes americanos que apoyaron la gesta libertadora hacia el Perú, mientras Buenos Aires se negaba. En segundo lugar, “defiende” a López al mostrar el juicio negativo de San Martin sobre Rivadavia, evidenciando su concepción antinómica entre los caudillos que representaban al pueblo y los porteños oligárquicos alejados de este: “…Ellos [se refiere a los caudillos] concentran en su personalidad la fuerza de una multitud. Casi nunca vacilan en sus designios porque se sienten hombres representativos. No ocurre lo mismo con otra especie de políticos. Rivadavia vivió siempre divorciado del pueblo, en medio del cual le tocó representar una tendencia política. Sus vacilaciones, sus renunciamientos, sus fracasos, se explican por su falta de fe en aquellas democracias representativas, cuyos impulsos pretendió subordinar arbitrariamente a su rígida y exótica ideología de estadista…” De esta manera, Busaniche sostiene que aquellos caudillos, en tanto representaban al pueblo, se acercaban más a la idea de democracia que aquellos personajes “cultos” que “creyeron improvisar en Buenos Aires la civilización europea”, según los términos pronunciados por San Martin en una carta en que juzgaba a Rivadavia. Democracia y Pueblo eran, para Busaniche, términos que no se podían disociar- Hacia el final se detiene en el período que va desde 1827 a 1831, marcado por el fin de la presidencia de Rivadavia y la firma del Pacto Federal, ya que fue allí donde el gobernador de Buenos Aires Manuel Dorrego y los “caciques del interior” (así llamados por los “historiadores oficiales”) forjaron una nueva convención nacional para regir los destinos del país. En este sentido, para Busaniche es digno de destacar que tanto Dorrego (al que define como “demócrata inspirado y patriota”) como López hayan dejado de lado los antiguos rencores, poniendo por encima los intereses de la nación.
La Convención comienza a funcionar en Santa Fe y, hacia 1828, además de reconocer la paz con el Brasil y la independencia del Uruguay, busca sancionar una constitución para otorgarle un marco legal y un Ejecutivo estable al nuevo orden político. “…En la crisis del año XX, que trajo el derrocamiento del Directorio, los caudillos campesinos habían observado después de la victoria de Cepeda una prudencia ejemplar y su actitud compromete el respeto de la historia. En 1828, generales de la independencia y políticos que creían monopolizar la cultura y la civilización, dan al país el desastroso ejemplo del crimen político…”.
A partir de ese momento, será Estanislao López la principal
figura de la escena “nacional” encargada de la organización política, al ser
nombrado general en Jefe del Ejército de las Provincias Unidas. Su proceder
estará marcado por la búsqueda de acuerdos pacíficos, pero no consigue la
colaboración del líder unitario José María Paz, ni del caudillo federal Facundo
Quiroga. Sí, en cambio, de Juan Manuel de Rosas.
Esto lo demuestra el apoyo del caudillo bonaerense a la iniciativa del gobernador santafesino y del correntino Pedro Ferré por comenzar a organizar la nación a partir de una alianza entre las cuatro provincias del litoral, expresada en la firma del Pacto Federal en 1831. Progresivamente se irán sumando las adhesiones del resto de las provincias argentinas, cimentando a la Confederación Argentina sobre bases legales. Este tratado fue para el historiador santafesino “…fundamento y razón de la constitución federal argentina dictada veinte años más tarde en la misma ciudad…”
Por último, cabe señalar que lo que Busaniche define como historiografía “oficial” y “unitaria”, se nutre a lo largo de la obra de ciertos nombres propios. Entre ellos se puede mencionar al doctor Carlos Aldao, historiador nacido en Santa Fe en la década de 1860, perteneciente a una de las más importantes familias terratenientes de la zona; Antonio Zinny, intelectual de origen gibralteño cuya obra más importante fue su Historia de los gobernadores de las provincias argentinas, publicada por primera vez en 1879; el propio Domingo F. Sarmiento, a quien no califica como historiador pero sí como un ferviente unitario que con sus obras interesadas por el pasado ha establecido juicios perdurables en el tiempo y; el más importante, Vicente Fidel López, al que consideraba como uno de los “dioses mayores” que “…acomodaba brillantemente la historia a los altibajos de su pasionismo político…”. Todos ellos habían contribuido a forjar y reproducir la mirada porteño-unitaria que condenaba a López y al resto de los caudillos provinciales a calificativos que remitían al supuesto “salvajismo”, la “incultura” y el “localismo” de aquellos líderes federales.
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