“Con tus subalternos o inferiores tienes la responsabilidad
de enseñarles y guiarlos con suavidad y firmeza por el camino recto de la virtud”
Carta del Teniente coronel Fernández Cutiellos a sus hijos.
La República Argentina no fue la excepción a la invasión revolucionaria comunista que había llevado a España a la guerra civil en 1936 y que azotó a gran parte del mundo en el siglo XX provocando más de 100 millones de víctimas. Promovida en América desde la isla de Cuba por la Rusia comunista, varios grupos terroristas intentaron llevar a cabo la revolución en la Argentina, entre ellos: El ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), Montoneros, las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), Descamisados y otros parecidos[1].
Supuestamente, estos “jóvenes románticos e idealistas”, como les gusta todavía hoy llamarse a sí mismos, decían luchar contra las dictaduras militares. Resulta más que curioso que la primera y la última de sus operaciones armadas se efectuó durante un gobierno civil constitucional y no durante un gobierno militar. Sencillamente, sucede que ellos buscaban tomar el poder por las armas, sin importarles a quién tuvieran que derrocar para eso. Estos “jóvenes románticos” asesinaron a militares, policías, sindicalistas, empresarios, empleados, jueces, diplomáticos y políticos, hombres y mujeres, niños, adultos y ancianos. Secuestraron, extorsionaron, intimidaron, amenazaron y torturaron. Llegando a contarse de a miles los atentados con explosivos.[2]
El 23 de enero de 1989, siete años después de la gesta de Malvinas, ya concluido hace tiempo el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional y estando en el poder el presidente Alfonsín, los cuarteles del Regimiento de Infantería Mecanizado N°3 “General Belgrano”, de La Tablada en La Matanza fueron atacados por integrantes de uno de estos movimientos subversivos llamado “Movimiento Todos por la Patria” (MTP), creado en Nicaragua tres años antes por el exlíder del ERP, Enrique Gorriarán Merlo. El objetivo: copar el regimiento, haciéndose rápidamente de los vehículos mecanizados y salir a la calle, simulando un golpe de estado por parte del ejército para luego vencerlo con la ayuda del “pueblo” y acabar con el poder militar en la Argentina.[3]
Parecía un día típico de enero en La Matanza, a pocos kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, donde el sol comenzaba a iluminar las calles y la ciudad comenzaba a volver a la vida. La gente que no estaba fuera por las vacaciones se preparaba para comenzar su jornada laboral y a soportar el bochornoso calor de uno de esos días típicos de verano. Algunos encargados, aprovechando “la fresca”, manguereaban rutinariamente las veredas de sus edificios y un joven repartidor de diarios pedaleaba en su bicicleta arrojando los periódicos a las puertas de las casas con envidiable puntería. Sin embargo, la tranquilidad de la avenida Crovara fue abruptamente interrumpida por el estruendo del motor de un camión Ford F-7000, perteneciente a la compañía Coca-Cola, seguido de cerca por una caravana de seis vehículos. A través de las ventanillas de los vehículos se podían distinguir hombres y mujeres, algunos de ellos con la cara enmascarada. Solo los más atentos podrían haber distinguido que iban armados. Cuando el camión pasó por el portón de ingreso del Puesto 1 del Regimiento de Infantería Mecanizado N°3, se abalanzó contra la reja que lo cerraba, destrozándola por completo y abriendo paso a la fila de seis autos que lo seguían de cerca. Los soldados que lo custodiaban, Juan Manuel Morales y el Cabo Juan Pío Garnica —que en ese momento conversaban con el Cabo primero Daniel Cejas— fueron arrollados.
El camión había sido robado unas horas antes y los que lo manejaban eran guerrilleros armados del Movimiento Todos por la Patria, así como los que estaban en los autos que entraron detrás. Muchos de ellos eran antiguos guerrilleros liberados de la cárcel “con el regreso de la democracia”, y otros que habían vuelto al país luego de participar en la revolución en Nicaragua.[4]
Los soldados que se encontraban en la guardia central, a unos cien metros de la entrada, reaccionaron rápidamente y abrieron fuego contra el camión haciendo que el conductor perdiera el control y se estrellase algunos metros más adelante. El conductor sobrevivió, pero su compañero, bañado en sangre, estaba muerto a su lado atravesado por varios disparos. Los subversivos del MTP que venían detrás bajaron de los autos fuertemente armados y concentraron el fuego sobre la guardia. Llevaban escopetas y pistolas ametralladoras “Ingram”, granadas, lanzagranadas y fusiles FAL, lanzacohetes RPG-2 y RPG-7, traídos de contrabando de otros países o robados de los cuarteles atacados en la década del 70. El conscripto de veinte años Roberto Tadeo Taddía, que estaba desarmado barriendo con una escoba, sin posibilidad alguna de defenderse, levantó las manos para rendirse, pero los terroristas dispararon sobre él y lo mataron. El Cabo primero Ramón Ortiz pudo enviar un mensaje desde el puesto de comunicaciones de la guardia al Estado Mayor del Ejército informando sobre el ataque.
El Mayor Horacio Fernández Cutiellos, de treinta y siete años y padre de cuatro niños, estaba en la jefatura. Hace un momento había terminado de hacer Diana. Al escuchar los disparos tomó el FAL que siempre tenia a mano, comprobándolo rápidamente.[5] Brevemente, casi de reojo, miró el cuadro de la Virgen de Luján que colgaba en la pared de su oficina y se encomendó a ella. Sobre la mesa quedó una carta que la noche anterior había escrito a sus hijos. El Mayor Fernández Cutiellos era un soldado entrenado,[6] proveniente de una dinastía de militares argentinos y era conocido como muy buen tirador, a pesar de no contar con una buena vista ya que usaba anteojos. Se asomó desde una ventana del primer piso, enseguida identificó a los enemigos y abrió fuego sobre ellos. Hirió con los primeros disparos a uno de los comandantes, un veterano jefe del ERP. Rápidamente ubicó otros subversivos matando a dos de ellos y dejando heridos y fuera de combate a tres más. En pocos minutos puso fuera de combate a ocho terroristas, entre ellos tres de los de mayor experiencia. La acción rápida, decidida y eficaz del Mayor detuvo a los atacantes y les hizo perder la iniciativa, por lo que no pudieron llegar a los parques para capturar los vehículos mecanizados de Infantería, parte fundamental de su plan. Esta demora provocada por la acción individual del 2do jefe de Regimiento permitió que más tarde la policía cercara la Unidad e impidiera que los subversivos se escaparan.[7]
Los subversivos habían subestimado la capacidad de resistencia de los defensores. El cuartel desde la llegada del Mayor Fernández Cutiellos unas semanas antes había experimentado un cambio profundo en la diciplina y organización.[8] El Mayor a quien todavía no se le había asignado una casa para él y su familia (que se encontraba de vacaciones en el sur), dormía en el mismo regimiento realizando revistas y controles diarios a la tropa. La noche anterior, había pasado una revista rigurosa de la guardia, comprobando los puestos y sancionando a un suboficial que no tenía su puesto en condiciones. Dentro del Regimiento se encontraba una guarnición de 120 hombres, muchos de ellos soldados realizando el servicio militar obligatorio, pero no por eso menos dispuestos y preparados para el combate[9].
Tomada la guardia, algunos de los subversivos atacaron la jefatura, mientras otros grupos se dirigían a los demás objetivos. Pero allí se atrincheró el Mayor Fernández Cutiellos. Junto al mayor se encontraba el soldado Sergio Amodeo que le llenaba los cargadores de su FAL, y otros tres conscriptos que no participaron del combate por orden del Mayor ya que los soldados de turno en la Plana Mayor no tenían armamento. A las 6.45 el mayor se comunicó con el Coronel Jorge Halperín, del comando de la Brigada de Infantería Mecanizada X:
—Mi Coronel, aproximadamente a las 06.20 horas entraron al cuartel, a los tiros, por el puesto 1, un camión y 7 u 8 automóviles con gente de civil y uniforme que coparon la guardia de prevención…
—¿La guardia ha sido totalmente tomada o sólo en forma parcial?
Con la serenidad y aplomo, propia de un oficial, respondió el Mayor Fernández Cutiellos—Totalmente tomada. Además, han atacado las subunidades que están alrededor de la Plaza de Armas. Desde aquí observo cuerpos en el suelo, heridos o muertos, de civiles y de personal militar. Actualmente se escuchan disparos en el fondo del cuartel… Mi coronel… ¡yo voy a morir defendiendo el cuartel! ¡Ustedes, recupérenlo!
En la jefatura, el mayor estaba incomunicado. No podía saber lo que estaba sucediendo en el resto del regimiento y eso le pesaba en el corazón, no poder ir a dirigir a sus hombres. Se imaginaba que la situación era crítica: los enemigos eran muchos, estaban bien armados y se notaba, por el modo como se movían y manejaban las armas, que muchos habían recibido buena instrucción de combate.
¿Qué opciones tenía? Podía rendir el cuartel. A mano tenía la cortina blanca de una ventana destrozada por los disparos. Podía salir con ella, las manos en alto y entregar el regimiento a los terroristas fratricidas. Podía hacerlo y así salvar su vida, volver con su mujer y con sus hijos pequeños.
Pero en vez de tomar la cortina sacó de su bolsillo un rosario que siempre llevaba consigo, encomendó a su familia a la Santísima Virgen y besó la cruz antes de volver a guardarlo. La decisión estaba tomada desde antes de que comenzara el ataque, desde antes de ser designado a ese regimiento, desde el momento en que pudo llamarse soldado argentino. Horacio Fernández Cutiellos era un oficial del Ejército, este era su cuartel, el palmo de la Argentina que le habían ordenado defender, nunca lo rendiría a los enemigos de la Patria.
Se asomó nuevamente por la ventana donde estaba parapetado y volvió a disparar su fusil. Cayeron algunos más, realmente era un tirador prodigioso. El soldado Amodeo le alcanzó un nuevo cargador. Horacio entonces decidió bajar a la entrada de la Plana Mayor para que lo vieran los soldados atrincherados en la compañía Comando y servicio y así infundirles valor. Quería además empezar a organizar la defensa con aquellos que se encontraban resistiendo de forma aislada y desperdigados por el cuartel. El Mayor bajó las escaleras y salió a la galería de la entrada, formada por cuatro grandes columnas y una pequeña escalinata, desde allí, parapetado detrás de las columnas, volvió abrir fuego con su FAL. Los subversivos rociaban de munición la jefatura, deseando dar muerte al que tanto daño les había causado. Después de resistir varios minutos la lluvia de balas y causar algunas bajas, una de ellas finalmente lo alcanzó, atravesándole el hombro, pero Horacio se dijo a si mismo que no era nada grave y siguió disparando. El soldado Amadeo quiso bajar a socorrerlo, pero con voz firme le ordenó que no se moviera de su lugar.
Los soldados de la compañía de Comando y servicio que resistían junto al oficial de semana en un edificio cercano al ver a su jefe combatiendo y exponiéndose al fuego enemigo, se llenaron de valor y determinación. Eran cerca de las diez de la mañana. Ya hacía cuatro horas que se había iniciado el ataque subversivo y los efectivos militares resistían, —en gran parte gracias a la reacción de Fernández Cutiellos. Los subversivos concentraron el fuego en él y cuando fue herido nuevamente, le gritaron que se rindiera. Ahora sí la herida era grave, y si se rendía tal vez podría llegar a curarse. No lo dudó un segundo. Iba a cumplir finalmente el juramento que hace ya tantos años había hecho una mañana soleada frente a la Basílica de Luján, a los pies de la Virgen, rodeado de sus compañeros cadetes del primer año del Colegio Militar. La escena pasó por su mente como un relámpago: “¿Juráis a la Patria seguir constantemente a su bandera y defenderla hasta perder la vida?”. Y la bandera azul y blanca, con los colores de la Inmaculada, recibió flameando su grito juramentado: “¡Sí, juro!”.
Horacio Fernández Cutiellos se incorporó y como un héroe de cantar de gesta desafió a sus enemigos: “¡¡Vengan a buscarme!!”.
Los del MTP, enfurecidos por la resistencia del Mayor, volvieron a concentrar todo el fuego en el oficial. Minutos más tarde Fernández Cutiellos cayó herido de muerte por otro disparo.
Sobre la mesa de su oficina quedaba la carta que escribió a sus hijos, y que sería entregada a su mujer luego de la recuperación del regimiento al día siguiente por parte del Ejercito y fuerzas de seguridad[10]. En ella podía leerse:
“Que el primero y más importantes de los Mandamientos es: ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas y a nadie más amarás en mayor medida que a Él. A tu prójimo debes amarlo como te amas a ti mismo, por el amor de Dios’.
A tus superiores les debes respeto, obediencia y fidelidad, pero nunca de manera incondicional, pues la primera fidelidad es a Dios y sólo los superiores que actúen ordenados a sus fines y conforme a su orden, merecen ser considerados como tales.
Con tus subalternos o inferiores tienes la responsabilidad de enseñarles y guiarlos con suavidad y firmeza por el camino recto de la virtud”.
El mayor Horacio Fernández Cutiellos fue ascendido post mortem a Teniente coronel por “repeler el ataque de los delincuentes subversivos, muy superiores en número, en la plana mayor del RI Mec 3 y aferrarlos hasta perder la vida en la acción”. Recibió pobres reconocimientos por su valentía —por parte del gobierno cómplice de Alfonsín— al igual que los otros diez militares y dos policías argentinos que murieron combatiendo el ataque terrorista.
Que las malezas que hoy cubren el antiguo y abandonado regimiento de la Tablada, donde todavía hoy se pueden ver los frutos del odio ideológico, no cubran también la memoria de lo que allí sucedió y de quienes allí murieron o fueron heridos por defender a la Patria. Que no sea signo de desprecio e indiferencia por aquellos que dieron su vida por todos nosotros. Recordemos al Mayor Fernández Cutiellos y a todos que murieron defendiendo el cuartel y sirviendo a su país. Recordemos y honremos a nuestros héroes.
Tomás Marini
[1] Estas organizaciones armadas, que debido a su naturaleza marxista-leninista eran ateas, buscaban destruir nuestro legado hispano católico, nuestra tradición. Tergiversando la historia, inventando injurias contra nuestros proceres, buscando cambiar no solo la Constitución sino hasta los colores de Nuestra Bandera, colores de la Inmaculada Virgen María.
[2] En el primer período de 1969 a 1979 se pudieron computar 21.642 acciones terroristas, 1.501 asesinatos, 5.215 atentados explosivos, y 1.748 secuestros.
[3] Es probable que buscara afianzar en el poder al presidente Alfonsín, afín a sus ideas, abogado de guerrilleros, que ya se sabía perdedor en las próximas elecciones contra Carlos Saúl Menem.
[4] La Revolución Nicaragüense tuvo lugar entre 1978 y 1990, y se caracterizó por la lucha entre el gobierno del dictador Anastasio Somoza y varios grupos de oposición, incluyendo al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). En 1979, el FSLN logró derrocar a Somoza y establecer un gobierno socialista en Nicaragua.
[5] El Mayor era un soldado convencido y creía que el combate lo podía encontrar en cualquier momento de su vida, por lo que dormía siempre con su FAL debajo de la cama, lo cual no es algo que se hiciese normalmente, menos en plena democracia.
[6] Aunque estuvo movilizado, no llegó a participar de la Guerra de las Malvinas, pues la guerra concluyó antes de que pudiese ser enviado a las islas.
[7] Es importante destacar, que, si el Mayor no hubiese combatido de la forma que lo hizo, el enemigo probablemente hubiese cumplido con su objetivo.
[8] El oficial de servicio, la noche anterior, cada vez que pasaba por el puesto del Cabo primero Albornoz, el más alejado del cuartel, era recibido por el mismo, equipado al completo, quién le decía: “Mi Teniente, ¡Estamos listos para entrar en combate! Este Cabo primero, al iniciarse los combates del otro lado del cuartel, lejos de quedarse protegido en su puesto, alistó al soldado Domingo Grillo y comenzó a desplazarse por saltos hacia el polvorín, a unos 400 metros dentro del cuartel, a fin de evitar que sea tomado por el enemigo. Combatieron alrededor de una hora, Impidiendo la toma del polvorín, luego de lo cual, Albornoz fue herido en el pecho y su soldado, fiel a su superior, lo arrastró hasta las caballerizas, donde continuó combatiendo hasta perder la vida también. Encontraron los cuerpos del Cabo primero y el soldado juntos, muy lejos de su puesto de guardia.
[9] La izquierda ha manipulado la verdad histórica diciendo que el soldado conscripto no combatió, lo cual no es real, ni fue así en Malvinas, ni fue así en la Tablada, eran soldados con casi un año de instrucción, y su acción, al igual que en Formosa y tantos otros ataques en donde los subversivos creían que el soldado no combatiría, fue fundamental para frustrar los copamientos.
[10] La compañía de comandos 601 recuperó el cuartel, lo que le costó varios muertos y heridos, entre ellos el Teniente Rolón, que se encontraba de licencia en Uruguay y al recibir la noticia, de forma voluntaria se tomó un ferry, se equipó rápidamente y murió la noche del 23 de enero dentro del Casino de Suboficiales, donde se encontraba la mayor cantidad de subversivos atrincherados. Todos los que lo vieron ese día, lo recuerdan con una sonrisa en la cara, feliz de poder defender a su Patria. Acababa de terminar el curso de comandos.
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