Por José María Ramos Mejía
Rosas era Presidente y Rey de todos los Tambores de la ciudad. Las
negras celebraban su presencia en las grandes tenidas, con recepciones de
gala y besamanos, con gritos que pertenecían a sus ritos religiosos, saludos y
piruetas que revelaban la desenfrenada alegría. Las excitaciones se van agrupando
como para aumentar su eficacia; la luz. el humo y el hedor de la carne en
ebullición, el continuo provocar de la desnudez torácica, el espasmo de los
brazos, las danzas de vientre con sus variadas y cínicas localizaciones abdominales, acaban de enloquecer a la negrada. Es un tango infernal, y peculiar de ellos, el
que se baila y que se inicia con un ¡Viva el Restaurador! ¡Viva la Federación entonado por el negro más ladino
y de mejor pulmón. Es el baile más lascivo que conoce la coreografía de las
razas primitivas. Su localización, sin dejar de ser dorsal como la flamenca,
desciende hasta hacerse postero pelviana. El juego de caderas se generaliza a «contracciones
abdominales que lo aproximan a la danza de vientre y la representación total es
un simulacro erótico».
Parecían sibilas de algún antiguo culto lúbrico y
sangriento. Las fiestas tenían lugar desde el día de Natividad, 25 de diciembre hasta el de Reyes, el 6 de enero. Al lado de la negra
obesa, montaña de fuerza y de lujuria, existía la de matices menos subidos y
tolerantes, las negras Venus esbeltas, que el candombe ofrecía a las familias
para el servicio doméstico, entonces múltiple y variadísimo. Para explicarse esta influencia de las mujeres
plebeyas de color, la razón consistía en que eran agentes de averiguación íntima,
es menester decir que ella constituía una pieza importante en el mecanismo
del viejo hogar. Y como estaba tan íntimamente arraigada en él, la traición
podía producir efectos tan seguros como desastrosos. Pero la mulata era aún más
peligrosa que la negra pura. Generalmente nacida en la casa, y procedente de
alguna morena encariñada con los niños o tolerante con los amos mayores, solía
contar con toda la benevolencia del ambiente. Vivaracha e insinuante, disponía
de halagos que brindar para apoderarse de los secretos y complicar la
infidelidad conyugal, de que Rosas sacaba discretamente buen provecho político.
La confidencia iba a la madre de esta, al oído de la ama
mayor, y de allí adonde correspondiera para la final ejecución «del castigo o la simple amonestación preventiva. La fidelidad de la negra madre no tenía más
que un deber imprescindible: el de ser consecuente y grata al amo grande. Cuando el conflicto
entre dos cariños, el de aquel y el del hogar en donde había nacido, surgía en
el turbio espíritu, la solución se buscaba en la mentira, cuya comprobación
costaba azotes o el destierro a Bahía-Blanca, o en la alteración de los datos
para no hacer graves denuncias. Por la
equidistancia en que la colocaba el cruzamiento, la mulata se insinuaba más
íntimamente en el corazón, no sólo de los varones sino de las niñas siempre ingenuas.
Creía tener derechos que las negras nunca se atrevieron a reclamar. Mientras
que ésta no pasaba generalmente del «tercer patío» en el desempeño de sus
humildes oficios, aquella era dueña de la casa: abría las gabelas, registraba
los cajones con franca insolencia y hasta conocía los no muy recónditos secretos
de aquellas viejas casas. Como dije antes, el mundo entero de la vagabundez y
de la delincuencia urbana, sufrió un verdadero drenaje con el reclutamiento
militar hasta en las mismas mujeres de la plebe.
Dice Sarmiento que la población de color, en su parte
femenina, constituía para Rosas, un poder formidable. La influencia de todas
ellas, sobre las mujeres de la familia del amo federal que las manejaban y les
distribuían el servicio político, era enorme. Un joven sanjuanino, agrega el
autor de Civilización y Barbarie, estaba en Buenos-Aires
cuando Lavalle llegó a Merlo en 1840. Había pena de la vida para el que saliese
del recinto de la ciudad. «Una negra vieja, que en otro tiempo pertenecía a su
familia y fue vendida después en Buenos Aires, lo reconoce; sabe que está
detenido y le dice: amito, como no me había avisado, en el momento voy a conseguirle pasaporte. ¿Tú? Yo, amito, la señorita Manuelita no me lo
negará». Un cuarto de hora después, la negra volvía con el pasaporte firmado
por Rosas con orden a las partidas de dejarlo salir sin molestarlo. Como se comprenderá fácilmente, esta adhesión no fue en todas las mujeres tan platónica y oficiosa. El dinero corría en abundancia
bajo la forma de generosas propinas y de premios. La sirvienta «que delataba a sus patrones, obtenía la libertad si era esclava,
crecidas recompensas, si libre». La plebe femenina, negra, inculta, pendenciera y en democrática
rebeldía contra la aristocracia de los patrones, oprimidos a su vez, había
llegado a constituir, en el suburbio, pequeñas republiquetas autónomas y
libres en donde la policía tenía que entrar, algunas veces, a palos para poner
orden. Bueno era que sirvieran devotamente a la federación, retribuyendo así a la Santa sus servicios libertadores, pero también era preciso
que guardaran los respetos debidos al sueño y pudor de los buenos vecinos,
cuyas familias solían ser poco respetadas por el desborde de la prostitución
ebria y en rebeldía. Ensoberbecidas con la protección de Rosas, se le animaban demasiado a la autoridad de la gente aristocrática, culta y unitaria-
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