Rosas

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jueves, 16 de diciembre de 2021

Curupaity visto por una historiadora

 POR MARÍA HAYDEÉ MARTIN

El mariscal López, a pesar de la derrota que tuvo el 24 de mayo, no desmayaba en su encarnizada empresa. Constantes eran los ataques que pequeños cuerpos de paraguayos realizaban contra el frente aliado. Estos hechos mantenían al ejército en continua zozobra. Uno de los que vivieron esas horas aciagas, Enrique B. Moreno, narra el estado de ánimo sobresaltado común a todos: "Nuestra situación es endemoniada. No tenemos un día de sosiego porque á cada instante el campo está en alarma. El santo de antenoche, decía 'Prontos á pelear'. Lo estamos. vive Dios!' . . (63). Varias batallas se suceden: Yatayty-Corá, Boquerón o Sauce, Curuzú y Curupaity, desde julio a septiembre de 1866.

La primera es un triunfo aliado llevado a cabo por fuerzas argentinas que contestan el ataque paraguayo. La segunda, Boquerón, tendrá gran significado para los orienetales, pues en ella pierde la vida el jefe del batallón Florida, León de Palleja, militar valiente v siempre decidido a enfrentar peligros con ofrenda de su propia vida. Asi murió, guiando a sus soldados hacia el camino de la gloria, por una causa que ya no le ofrecía mayor aliciente, según se infiere de la lectura de su Diario, en el que con fecha 4 de junio estampa: " ... esta es una guerra de exterminio; guerra que no está ni con nuestros intereses, ni con los de la infortunada Nación paraguaya, digna de mejor suerte ... ". Sinceras y casi postreras palabras de un español que se unió a los destinos del Uruguay y a cuya causa ofreció en holocausto su propia vida. El 3 de septiembre se produce el ataque y la toma de Curuzú, poderoso conjunto de fortificaciones, que era necesario dominar para doblegar las más importantes de Curupaity. Esta última debía su importancia al hecho de estar dotada de baterías que dominaban el río y obstruían el paso de la escuadra brasileña. El plan de operaciones fue concebido haciendo intervenir primero a la flota para destruir las baterías y facilitar el avance posterior del ejército aliado con el fin de lograr la posesión del estratégico emplazamiento. Todos se aprestaron para escuchar la señal que debía emitir la escuadra brasileña, que participaría que el camino quedaba expedito.  Postergado ya una vez el ataque por las lluvias que anegaron el lugar, los ánimos se encontraban ahora inquietos. Reunidos los hombres a la espera de la orden de alarma, se miraban entre sí sonriendo, tratando de infundirse valor mutuamente. Rivas, Arredondo, Rosetti, Charlone, Alejandro Díaz (el único militar que había cursado su carrera militar en Francia en el afamado colegio de Saint Cyr), Luis María Campos y "Mansilla, jefe del 12, al más elegante, buen mozo, ante los muchos que lucharán ese día para recibir más tarde de la patria un agradecimiento por su valor desgraciado", esperaban con ansiedad la hora del combate, como recuerda Fotheringham.  Valor a toda prueba, coraje sin límites, sin renunciamientos. Con Mansilla van Iparraguirre y Dominguito Sarmiento, aquel hijo adoptivo del futuro presidente, chileno de nacimiento, pero porteño de alma y argentino de corazón. Amado entrañablemente por Domingo Faus~ tino Sarmiento que le dedicara famoso libro. escribió en él palabras plenas de emoción: " ... Era el ídolo de todos. Una esperanza para la patria ... ". Su inquietud intelectual se reflejó en distintos quehaceres que lo distinguieron en horas tempranas de su existencia. Luego, l1evado por su patriotismo, se alista entre quienes marchan a la guerra y por sus brillantes antecedentes es incorporado como capitán en el regimiento 12 de infantería. Al dirigirse al campo de batalla de Curupaity, Dominguito se despide de Fotheringham con un afectuoso "Hasta luego, inglesito". sin saber que sus pasos lo encaminan hacia la inmortalidad. Un futuro mandatario de la nación también está presente: Julio A. Roca; sus compañeros de lucha son, entre otros, Francisco Paz y Leandro N. Alem. Por fin se dá la orden de ataque y allí van los jóvenes y los hombres, avanzando confiados y seguros de una victoria que sería tal vez la última. Alberto Amerlán describe el trabajoso avance: "El suelo estaba abierto por las lluvias abundantes de los últimos días y se precisaban indecibles esfuerzos para montar las piezas de campaña, sin embargo avanzó la infantería, provista de escaleras y gaviones' 'en el mejor orden ..

 

Pero enfrente, las bocas de los cañones paraguayos, indemnes al bombardeo de la escuadra, aguardaban que las fuerzas aliadas se pusieran a tiro. Por entre matorrales y pantanos, argentinos, brasileños y orientales, marchaban acercándose a la que creían desguarnecida Curupaity. Todavía no se divisaban las líneas de las trincheras enemigas, hasta que al fin, vibraron los cuerpos de ejército:se ofrecían ya los manchones rojos de los uniformes paraguayos. La marcha se apresura, el paso se aligera, como si por cada palmo de terreno paraguayo se acercaran al hogar lejano. Avanzan confiados unos metros más y comienzan a escucharse los cañonazos disparados desde las fortificaciones que se presumían desmanteladas. La sorpresa es grande, pero no por eso se desalientan las líneas de ataque. Se llega así a las primeras trincheras abandonadas por los hombres de López. El próximo avance debe vencer a los abatíes que quedan atrás, dejando los uniformes -los mismos que reclamaron tanto Mitre, Gelly y Paunero- en estado deplorable. Mientras los soldados tratan de escalar los espinosos parapetos, comienzan a hacerse sensibles los efectos de la metralla enemiga. Marchan las filas por campo liso, pero la vanguardia ya sobre el terreno cae totalmente aniquilada por los certeros disparos de los cañones paraguayos. Las filas que la siguen se entremezclan Con los caídos, para eser abatidas pocos metros más adelante. Con todo, siguen adelante, incontenibles, hacia el foso que los llevará a la muerte. Detrás de ese foso el terreno sube y en la cima, las trincheras enemigas debían ser tomadas sin pérdida de tiempo para imposibilitar el contrataque. El foso comienza a teñirse de rojo con la sangre derramada por muertos y heridos. El espectáculo se torna dantesco; los que logran cruzar se asemejan a ángeles vengadores de los que quedaron atrás, con los ojos febriles, las manos cerradas, apretadas sobre el arma, el rostro cubierto de sangre y lodo. Ya no ven a sus compañeros que yacen destrozados, ni oyen a los que claman la muerte para no sufrir más. Su obsesión es continuar como sea, caminando, trepando, arrastrándose, pero acabar de una vez por todas con ese infierno rojo. Cuando se escucha el toque de retirada, los argentinos vuelven atrás. Retroceden con la vista fija en Curupaity, para no dar la espal da al enemigo. A poco, en virtud de haber recibido la información de que los brasileños habían logrado penetrar en las trincheras por la izquierda, se ordena nuevamente el ataque. En vano es todo empeño de vencer. A más de que aquella noticia es falsa, no había ya oportunidad de rehacerse, pues los muertos y heridos sumaban miles. El espantoso cuadro que circundaba al general Mitre lo decidió a ordenar, esta vez en forma definitiva, el repliegue de todas las fuerzas hasta Curuzú. Impotencia, rabia y dolor, debieron sentir los soldados que retrocedían en orden por el campo sembrado de miembros humanos y cuerpos despedazados, recogiendo a muchos de los heridos que cubrían el campo. Los paraguayos se encargarían después de exterminar a quienes con un hálito de vida, arrancando de sus flagelados cuerpos los uniformes que podían todavía ser objeto de utilidad. De los dieciocho mil valientes que partieron hacia la ambicionada culminación de la guerra, siete mil resultaron muertos o heridos en Curupaity. Muchos batallones argentinos habían perdido sus jefes. Tanto el general Paunero como Emilio Mitre dan parte oficial de la dolorosa jornada. El primero, con escuetas cifras, indica en el suyo el saldo trágico de la batalla: "Las adjuntas relaciones impondrán a V. E. -informa a Mitre- de las muy sensibles pérdidas que ha sufrido el ler. cuerpo; -ellas son: muertos, 4 jefes, 22 oficiales y 370 individuos de tropa; heridos, 8 jefes, 74 oficiales y 758 individuos de tropa y contusos, 1 jefe, 15 oficiales y 77 individuos de tropa". Lamenta Paunero las muertes de Manuel Rosetti y Alejandro Díaz y las heridas sufridas por Charlone, Manuel Fraga y 22 oficiales más de su cuerpo. También el general Emilio Mitre encomia a su hermano la conducta valerosa de sus hombres: "V. E. sabe los prodijios de inaudito valor que los cuerpos todos del ejército hicieron en esa jornada. Es, pues, inoficioso que el que firma haga de 'ellos los elogios tan justamente merecidos. Basta dejar establecido que de los 3 batallones de este cuerpo que cargaron sobre la trinchera, solo ha quedado en actitud de combatir una tercera parte de cada uno de ellos, para probar el denuedo y la bravura de que se hallaban animados y dieron sangrientas pruebas". La tragedia de Curupaity enluta también el hogar del vicepresidente Marcos Paz al conocerse la pérdida de su hijo Francisco. Tanto Mitre como Paunero le escriben llevándole consuelo y procurando mitigar su dolor. "Por mi parte le dice Mitre- me queda la triste satisfacción de haberme acordado de él en medio del peligro, como si fuera su propio padre y de haber hecho cuanto me era posible, para salvarlo" . . . Por su parte, Sarmiento, que a la sazón se encuentra desempeñando el cargo de ministro plenipotenciario en los Estados Unidos, experimenta dolor semejante al de Marcos Paz. Sus colaboradores tratan de ocultarle por el mayor tiempo posible la desoladora noticia: su entrañable hijo Dominguito ha caído en Curupaity. Los periódicos de la nación del norte publican la lista de los muertos en la acción, pero se logra postergar por cinco días el relato del suceso. No es posible ocultar ya al vigoroso luchador la infausta nueva. Al conocerla, incapaz de sobrellevar la muerte del querido hijo, el hombre, cae en el estado de la mayor postración y abatimiento. Meses después, en marzo de 1867, le escribe a su dilecto amigo José Posse, enviándole una fotografía del hijo llorado: Había nacido para acaudillar al pueblo y yo lo habia preparado para hacerlo digno i noblemente. Todo se acabó! ... ". Desfilan las sombras de los que reían y se manifestaban con la sana alegría de vivir de la juventud. Permanecerán como recuerdo imborrable para los que quedaron, testigos impotentes de la masacre de Curupaity. En Buenos Aires, en Montevideo y en Río de Janeiro, fue enorme la repercusión tras derrota tan resonante de las fuerzas aliadas. En la ciudad del Plata, la multitud se hizo eco doloroso de este: triste suceso y los comerciantes levantaron suscripciones para conseguir soldados de línea que se unirían al ejército nacional. Sin embargo, la flor de la juventud, aquellos enardecidos estudiantes que el 16 de abril de 1865 pedían que Mitre les entregara armas y equipo para luchar contra el atrevido agresor, ya no estaban presentes. Los que vuelven no son ya los impulsivos jóvenes de ayer, sino hombres tempIados con huellas imperecederas marcadas por el sufrimiento, las fatigas y el arma del adversario. La lucha y el dolor los ha madurado, y otorgado una nueva y profunda dimensión espiritual. Los que quedaron en los campos del Paraguay, forman un conjunto luminoso que irradia con el brillo de sus hazañas, la claridad sublime del patriotismo nacional. 

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