Rosas

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viernes, 31 de diciembre de 2021

Los grupos sociales en la Revolución de Mayo (1961)

Por Ricardo Zorraquín Becú

Este artículo se publicó en el año 1961, en Historia, revista editada por la Academia Nacional de la Historia. El tipo de análisis que propone Zorraquín significó una novedad en la medida que el enfoque en la actuación de los hombres daba lugar a una contemplación del proceder en tanto grupos sociales. En el primero de esos grupos es fácil de ubicar a quienes lucharon contra los ingleses y luego defendieron a Liniers frente al Cabildo. Cornelio de Saavedra, Juan Martín de Pueyrredon, Martín Rodríguez, los Balcarce, Viamonte y otros jefes militares encabezaban ese núcleo de criollos que continuaban reconociendo las jerarquías sociales y mantenía un modo de ser tradicional, sin dejar por ello de aspirar a la independencia. El núcleo intelectual e ilustrado estaba constituido, en cambio, por Manuel Belgrano, Juan José Castelli, Mariano Moreno, los Rodríguez Peña, Vieytes, Larrea y otros muchos que seguían sus enseñanzas.

La revolución, en definitiva, fue la obra conjunta de los militares y de los intelectuales, apoyados por una mayoría del clero y por muchos miembros de la clase más elevada; siendo resistida en cambio por los funcionarios y por otros sectores de la opinión, que sin embargo no estaban organizados ni tenían intereses y tendencias comunes.  La revolución no tuvo el matiz aristocrático que predominó en Chile al principio, ni el aspecto plebeyo de Méjico, ni incurrió en los excesos populares que empañaron la de Venezuela. Fue un movimiento dirigido por las clases que entonces tenían mayor gravitación en la sociedad bonaerense, como resultado de los acontecimientos que perjudicaron a las demás. Su éxito se debió en buena parte a los cambios recientes que se habían producido en la influencia respectiva de los diversos factores de poder, y que dieron el dominio militar absoluto a los criollos y volcaron la opinión a favor de los intelectuales que mantenían incólume su prestigio.   Fuera de todos esos grupos que eran los únicos que intervenían en los problemas políticos y sociales, había una gran masa popular que nunca había participado en la dirección de la comunidad. Solo una pequeña fracción de ese núcleo popular —apenas unos centenares—aparece en la histórica plaza de la Victoria para imponer sus exigencias al temeroso Cabildo bajo la conducción de sus jefes legendarios French y Berutti.  Este corto número de revolucionarios no significa, sin embargo, que el movimiento fuera impopular o el resultado de una conjura minoritaria, sino que revela la existencia de una sociedad jerárquicamente constituida, dentro de la cual las clases superiores desempeñaban una indiscutida dirección. Estas últimas, en efecto, ejercían la representación legítima del pueblo, que no necesitaba ser ratificada por este. 

De tal manera, en esa sociedad estamental, las clases superiores desempeñaban un mandato tácito de toda la población, del mismo modo que las Cortes del reino —constituidas por la nobleza, el clero y las ciudades— eran en la teoría política de la época la expresión intergiversable de la voluntad nacional. Es por lo tanto anacrónico preguntamos si la revolución de Mayo fue un movimiento minoritario o democrático. La revolución se hizo en primer término, contra el grupo de los funcionarios que eran los detentadores inmediatos del poder. Todo movimiento de esta índole comienza con un cambio de gobierno, que en este caso eliminó inmediatamente a las autoridades políticas, a las judiciales y luego al cabildo, para extenderse por fin a todos los jefes locales.  La revolución no tuvo, por lo tanto, el aspecto de una lucha social entre clases diversas y opuestas, salvo en lo que respecta al núcleo reducido de los funcionarios adventicios, Y aun la persecución o cesantía de éstos tendía más a eliminarlos como factor de poder que como grupo social. 

El triunfo del movimiento se debió, sin embargo, a la aparición de dos nuevas fuerzas sociales que lograron imponerse gracias al desprestigio, la decadencia o la división de las que tradicionalmente habían dirigido la vida política de estas provincias. El poder había cambiado de manos, y ya no eran las autoridades ni los vecinos más destacados quienes lo ejercían en la realidad de los hechos. Estos y aquéllas estaban sometidos desde enero de 1809 a la voluntad del ejército criollo.  La milicia era una verdadera fuerza social, homogénea y disciplinada, detentadora del poder y capacitada para tomar decisiones trascendentales.  Este ejército, íntimamente adherido a los jefes que el mismo había elegido, no actuaba como un instrumento ciego en función de la disciplina militar, sino que seguía las variaciones de la opinión pública exaltada y sensible.  Los militares realizaron el cambio de gobierno seguramente con el propósito de separarse de España, pero sin ideas claras al respecto de la organización y tendencias del sistema que inauguraban. Para ellos lo primero era sin duda asegurar el triunfo de la revolución y conseguir la independencia. Lo demás quedó en manos de los intelectuales que los acompañaban. 

Los intelectuales burgueses eran también un producto nuevo en el escenario virreinal.  Estos intelectuales formaban realmente un grupo social distinto, que no se había incorporado a la clase superior.  Pero lo que aseguró la victoria de los iluministas fue el apoyo militar que consiguieron y el desprestigio de los gobernantes españoles.  No es es extraño entonces que la revolución estuviera dirigida por estos grupos que le dieron su propio pensamiento. Pero nada habrían podido hacer sin el auxilio de los militares criollos poseedores de la fuerza y resueltos a utilizarla en. caso necesario. El triunfo revolucionario se debió al acuerdo de ambos grupos de la sociedad bonaerense, los cuales manejaban a los dos factores principales de los cambios históricos: la opinión pública y la fuerza armada. Los propósitos de los revolucionarios no fueron sociales ni económicos, sino eminentemente políticos. Ni querían perseguir a otras clases, ni aspiraban a implantar reformas fundamentales en el régimen de la propiedad, el trabajo o el comercio. Querían en cambio organizar un gobierno propio —lo cual tenía que conducir tarde o temprano a la independencia—y orientar a ese gobierno conforme a las ideas que entonces predominaban universalmente.

Ricardo Zorraquín Becú: Nació en Buenos Aires en 1911. Estudió en la Universidad de Buenos Aires, donde se graduó con una tesis titulada El federalismo argentino, que obtuvo el "Premio Facultad" en 1939. Fue adjunto del profesor Ricardo Levene en la cátedra de Introducción al Derecho, de la que paso a ser titular en 1949. Fue consejero de la Universidad Católica Argentina entre 1958 y 1966, año en el que fue nombrado embajador en Perú, de donde regreso en 1969. Presidió la Academia Nacional de la Historia entre 1962 y 1966 y entre 1988 y 1995. También se desempeñó en la judicatura como Secretario de la Justicia de Paz Letrada desde 1935 y fue juez nacional de Paz entre 1942 y 1955, año en el que fue nombrado juez de Primera Instancia en lo Comercial.  Sus trabajos son de carácter histórico-jurídicos, se destacó por su actuación en el Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho "Doctor Ricardo Levene", fundado por él en 1973 y como director y fundador del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano. Entre sus obras se destacan Historia del Derecho argentino (1969-1975), reeditada varias veces, y Marcelino Ugarte, un jurista de la organización nacional (1952). Murió en 2000 en Buenos Aires.


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