Rosas

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viernes, 31 de diciembre de 2021

PALERMO DE SAN BENITO....

Por el Prof. Jbismarck

 “La arquitectura nacional murió en Pa­lermo, Buenos Aires, el 2 de febrero de 1899 a las 10 de la noche, cuando al Caserón de Rosas se lo hizo volar con dinamita”. Pocas fueron las voces que se alzaron para la preservación del sitio. Justo es de­cir que Sarmiento, a pesar de su juicio crítico hacia la obra, defendió la reu­tilización de la quinta como paseo públi­co, en memorable polémica con Rawson en las sesiones del Senado de 1874; reci­cló el edificio con usos diversos (Colegio Militar, Escuela Naval, etcétera); protestó por las modificaciones que se hicieron ce­rrando los arcos de las galerías, transfor­mándolo en un “palomar” (decía), y juz­gando estos cambios como propios de la “barbarie de la generación que le ha suce­dido (a Rosas) exenta de toda noción y pudor arquitectónico”. Y rogaba que no se derrumbara “la construcción bárbara del tirano, notable y digna de conservarse por su originalidad arquitectónica, como por su importancia histórica”.Con respecto al edificio principal o residencia, podemos decir que se trata de la obra de arquitectura más importante del primer medio siglo argentino, inscribiéndose en una corriente que significó el primer intento de una arquitectura nacional que, sin rechazar los aportes de la cultura universal, se planteaba recuperar valores propios, en contraposición a una arquitectura de injerto.

Daniel Schávelzon y Jorge Ramos al referirse al perío­do, nos hablan de que primaba la concien­cia de nación por encima de la importa­ción de modelos, en oposición a la pro­ducción arquitectónica rivadaviana.  Se trata de una ar­quitectura austera, franca, esencia, casi de partido; todas características de la ar­quitectura tradicional pampeana. La im­pronta hispánica, expresada en las ar­querías, el patio y el encalado —que pronto abandonarían las elites porteñas cultas— se combina con las formas clási­cas preconizadas por los tratadistas. Esto se observa en el diseño de la planta, de raíz renacentista y los patrones de disposición de vo­lúmenes, así como la chatura o allana­miento de las siluetas, propios de la arqui­tectura pampeana. En suma, estamos en presencia de una búsqueda de identidad por ajuste consciente de lo propio y lo apropiado.

También es indudable la solidez profe­sional, práctica y teórica, de uno de sus probables autores: Sartorio (denostado injustamente por Carlos Pellegrini quien lo llamó “pobre y desgraciado albañil”). Del maestro mayor Miguel Cabrera se podría decir lo mismo, a juzgar por testimonios de época.

Se trataba de una residencia con historia y con historias. Su primer capítulo se escribió el 25 de junio de 1590, fecha en la que Juan Domínguez Palermo se casó con Isabel Gómez de la Puerta Saravia. Al morir el padre de Isabel heredaron esas tierras que pasaron a ser denominadas con el nombre del yerno. Un nombre que ya contaba con más de 200 años de vigencia para el tiempo en que el Restaurador de las Leyes se interesó por el lugar.  Rosas había comenzado a invertir en Palermo en 1838 mediante la compra de nueve quintas. En el 39 sumó otras ocho. Y seguiría aumentando su propiedad mediante nuevas transacciones hasta 1849. Luego de once años de escrituras, sus tierras habían alcanzado un tamaño considerable: se extendían por todo el Bajo, es decir, las actuales Libertador y Figueroa Alcorta, desde Ugarteche hasta el estadio del club RiBer Plate. Eran 541 hectáreas de la ciudad de Buenos Aires. La intervención (y la inversión) de Rosas en Palermo originará uno de los cambios más grandes en la geografía porteña. Porque esas tierras no eran muy apreciadas. Al contrario, eran arenosas y arcillosas, se anegaban por estar cerca del río y además junto al arroyo Maldonado. Si aún hoy se inunda Palermo, puede uno imaginarse cómo sería hace 150 años. Por eso, lo primero que hizo Rosas fue nivelar el terreno. Un ejército de obreros se dedicó a importar tierra desde Belgrano y Recoleta. De hecho, las barrancas de Belgrano —como las conocemos ahora— no son naturales, sino que se originaron por toda la tierra que se sacó de ahí para llevar a la zona que hoy ocupan el zoológico y los bosques. Asimismo, el desnivel abrupto de varias calles de la Recoleta (desde Libertad hasta Ayacucho) en su intersección con la avenida Alvear fue la consecuencia del relleno en Palermo.  El viudo inició la construcción de su casa en Sarmiento, entre Figueroa Alcorta y Libertador (son los nombres actuales de esas tres avenidas que, por supuesto, no eran los de aquella época). Contaba con seis ambientes cuando Juan Manuel resolvió convertirla en su casa principal y se mudó del centro. Aunque de inmediato decidió ampliarla. Creció hasta contar con veinte cuartos y ambientes privados —más otros tantos de uso común— en 5.776 metros cuadrados. Manuelita Rosas ocupaba cuatro. Su padre, otros cuatro. El resto era de uso común o para alojamiento de visitantes. 

El material para la construcción lo obtuvo de las ya mencionadas canteras de Recoleta. Pasando por alto las dimensiones, era una casona sencilla. Eso sí: no había en toda Buenos Aires una que tuviera más espejos. Otro de los cambios determinantes que provocó la mudanza del Restaurador de las Leyes fue la consolidación de la actual avenida del Libertador. Porque no bien Palermo se convirtió en sede del gobierno de Rosas, el incesante desfile de caballos, carretas y cupés por el Bajo pasó a ser una constante. No sólo se trasladaban quienes iban a visitarlo, entrevistarlo, pedirle y darle, sino también los que deseaban salir del centro y pasear un rato. Salvo un cerco alrededor de la casona o en las caballerizas (donde ahora está el Jardín Botánico), el resto era de acceso público. Cualquiera podía pasear por su propiedad. A mediados de la década del 1840, Palermo se puso de moda gracias a Rosas.  En el trayecto se divisaba un rancho hacia el río. Pertenecía a Nicolás Mariño, uno de los lugartenientes de Rosas. El Restaurador le había regalado una franja de mala muerte en una zona con más barro que tierra y el hombre se había construido una casita. Quienes pasaban por allí bromeaban afirmando que esa humilde propiedad era Palermito. Y así se identificaba a la zona. De Palermito, pasó a llamarse Palermo Chico y luego, Barrio Parque.  Don Juan Manuel se armó un mini zoológico silvestre que, junto a un barco no muy grande que había quedado varado a 500 metros de la casona, eran los paseos predilectos para los invitados que Manuelita recibía, siempre los días miércoles. En el interior del barco colocaron un billar más un piano y solía bailarse algún pericón u otra danza autóctona elegante.      Rosas era muy cuidadoso del inmenso jardín de su casa. Había plantado higueras y cientos de naranjos (los cítricos disimulaban los malos olores de los pantanos y del Maldonado). Unos cincuenta hombres —en su mayoría gallegos— se encargaban de limpiar con agua y jabón, todas las mañanas, de lunes a lunes, cada una de las naranjas de los árboles. El dueño de casa mantenía un ejército de secretarios, encargados de responder cartas, redactar disposiciones y organizar papeles. Los escribientes se turnaban para atender al gobernador, desde las 4 de la mañana hasta la medianoche.  El grupo más cercano era el único que tenía la posibilidad de asistir con el gobernador a la misa del domingo en la capillita, junto a la casa. Hasta que llegó su ocaso, con la caída de Rosas. El camino del Bajo fue perdiendo tránsito y dejó de ser espléndido.  La casona fue sede del gobierno de Urquiza y escenario de algunos episodios trascendentales de la historia argentina. Como, por ejemplo, la firma del Protocolo de Palermo, en el cual las provincias de Entre Ríos, Buenos Aires, Corrientes y Santa Fe resolvieron que “quede autorizado el Excelentísimo Gobernador y Capitán General de la Provincia de Entre Ríos, General en Jefe del Ejército Aliado Libertador, Brigadier don Justo José de Urquiza, para dirigir las relaciones exteriores de la República”. Sin embargo, las relaciones de los porteños con el excelentísimo se deterioraron tanto como el Camino del Bajo. Urquiza se fue a gobernar desde Entre Ríos, la casa se abandonó y recién fue aprovechada cuando se convirtió en sede del Colegio Militar de la Nación.  En 1875 se creaba el gran paseo de Buenos Aires, el Parque Tres de Febrero. La idea del nombre fue de Vicente Fidel López y tanto a Sarmiento como a Avellaneda les encantó. ¿Se celebraba la llegada de Pedro de Mendoza el 3 de febrero de 1536? No. ¿Era para conmemorar el combate de San Lorenzo —bautismo de fuego de los Granaderos— del 3 de febrero de 1813? Tampoco. Se evocaba nada menos que la batalla civil de Caseros, donde Urquiza venció a Rosas. El lugar revivió con la creación del parque.          La casona de Palermo fue de gran utilidad para entrenar a los cadetes del Colegio Militar. Pero se decidió tirarla abajo. Fue dinamitada en 1899. ¿Qué día? ¡El 3 de febrero, obvio! Se organizó, a propósito, que las explosiones se iniciaran a las 0 horas del viernes 3. El plan era: explosivos, derrumbe, 450 piqueteros que tiraran abajo lo que quedara en pie, transporte de los escombros y asado con cuero para los trabajadores. Los escombros dormirían en depósitos hasta volver a ser usados. Las réplicas de templos que albergan a los elefantes y las jirafas del zoológico, entre otros, fueron hechas con los escombros de la casona dinamitada. El comandante de las operaciones para hacerla volar ese día tan especial fue el coronel Ricardo Day.         

1 comentario:

  1. al respecto....https://elmensajerodelaconfederacionargentina.blogspot.com/2020/11/adolfo-jorge-bullrich-breve-radiografia.html

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