Desde lejos, a destiempo, vengo a despedirte maestro querido, “hermano de la luz del alba”.
Con la tinta ensombrecida por el dolor irrestañable, pero también, con la alegre tinta del dolor triunfante.
El Señor de la Historia te brindó una merecida, rilkeana, muerte propia, a ti, el amante no correspondido de la Argentina (…)
Has muerto saludado por las salvas de los fuegos antiaéreos y de los misiles, levantados hasta el cielo por los atletas de la juventud heroica que a esa hora morían en Malvinas, en el campo de la batalla atlantica (…)
Dios te dotó, de modo impar, del eje diamantino del patriotismo, invulnerable al desaliento, inaccesible al pesimismo.
Por que disponías de una fe absoluta, sin beneficio de inventario, en el destino de la grandeza patria. Por que en ti alentaba, como en nadie, la esperanza contra toda esperanza, aunada con la caridad generosa para con los connacionales extraviados en las penumbras del ciclo agonizante (…)
Se que tus facetas eran múltiples: filósofo político, historiador revisionista, crítico literario, militante nacionalista, ensayista de temas universales.
Que tenías una inteligencia profunda, laboriosamente cultivada al estilo clásico, del humanista sereno que con lucidez develaba la realidad escondida a los profanos. Que contabas con una voluntad acerada, entusiasta, coherentemente asociada a tu mentalidad –espejo esplendido de tu celebre idea de la “Voluntad Esclarecida”, colocada sin desmayos al servicio del Bien Común. Que aliabas tu pensamiento y tu volición al sentimiento hondo, entrañable, de la amistad dispensada con nobleza, al exquisito sentido del honor y al gesto señorial, que de casta te venía.
Que todos esos meritos reunidos arrojaban el saldo lógico del hombre ejemplar, del maestro singular, de quien renunció por anticipado a los honores fáciles de la vida vana, para quedarse a la intemperie de los fastos oficiales y así mejor velar por su amada patria.
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