Por el Prof. Jbismarck
Lo sorprende la muerte cuando se acercaba la hora de realizar todos sus proyectos ambicionados con ardor durante su inquietante y tormentosa vida. Este hombre se llamó Adolfo Alsina. Pocas figuras han sido tan poco estudiadas y fue durante años primer actor de la política argentina- Hasta ahora, su figura permanece en el regazo de la tradición oral, tan propensa a la leyenda y no nos presenta a uno de los ejemplos más conmovedores de vocación política que se hayan conocido en el país. Era un hombre de recia y maciza contextura. Un poco menos alto que Pellegrini y casi tan robusto y grueso como Hernández. Su valor añadido a su coraje era el de un héroe mitológico Y en este arrojo empecinado y temerario, que cuando presentía el riesgo no retaceaba la aventura, estriba el mayor atractivo de su carisma porteño y de su liderazgo popular. Adolfo Alsina se hizo mozo en la "Nueva Troya" unitaria y cipaya, con los románticos y los mercenarios, donde a la sombra de las alianzas y bajo el sitio a fuego lento de Oribe tronaban las voces - tan próximas a él - de los viejos y nuevos unitarios, a la vuelta de pocos años logró concitar el fervor de ese otro Buenos Aires que se estiraba desde las parroquias bravas - Balvanera, Montserrat, San Telmo o Catedral del Sud - hasta allá lejos sobre el Arroyo del Medio, sin duda fue porque sus condiciones de piloto de tormenta, que previene los vientos y orienta la maniobra, se hallaban dostenidas por una capacidad para hacerse respetar y adorar por los criollos rosistas de buena cepa que a la caída del Restaurador se agitaban en la convulsionada Gran Aldea sin entender ni averiguar su suerte: tan huérfanos de patria y de tutela como los enganchados Martín Fierro del disperso gauchaje campesino. Esa fue la consecuencia de la muerte del gran Americano. Alsina fue un político entregado a la pasión del poder, un político de raza llamado por su temperamento y por los dones de su naturaleza a imponer a los demás la necesidad de aceptarlo o rechazarlo, exhibió celosamente una honradez y magnanimidad. En esto, su intolerancia, que no aceptaba las explicaciones en claroscuro, lo llevaba a desertar de los salones opulentos de la oligarquia y lo inducía a demorarse en los peringundines y barriadas de hacha y tiza donde acampaban su soberano desarreglo y su natural desenvoltura. Nace el 14 de enero de 1829 - apenas cumplido un mes del fusilamiento de Dorrego - y siendo niño, de seis años, se radica con sus padres en Montevideo, donde se exilia - unitario contumaz, fanático y exaltado - don Valentín. En ese pórtico de la ondulada pampa trasplatina, centro de la beligerancia antirrosista, el joven Alsina aprende en la escuela de la pasión política el duro oficio de la resistencia, la obstinada lealtad que se abraza a la derrota y que persiguiendo el triunfo convierte en aliado al enemigo del enemigo. Allí también, durante la primera juventud, en que se reflejarían las turbulencias de la época, aprende a confiar en sus propias fuerzas y su carácter adquiere esa perseverancia en la acción y esa consecuencia en la amistad personal que lo distinguieron para el resto de sus días. Empleado en una barraca mientras proseguía sus estudios (que luego completó en la Universidad de Buenos Aires) el triunfo de Caseros lo devolvería a su ciudad natal. En 1852 Alsina tiene veintitrés años. Flamante periodista, acribilla a Urquiza desde las columnas de Nueva Epoca y provoca, adrede, su destitución del cargo que ocupaba en el Ministerio de Gobierno. Simultáneamente, integra la logia “Juan Juan”, que decreta la muerte de Urquiza, en cuyo cometido debió de haber participado, a resultas de un sorteo, si no hubiese impedido el hecho la enérgica intervención de su padre. Participa febrilmente en la preparación y el estallido del levantamiento del 11 de setiembre, y cuando Urquiza se acerca a la ciudad acompaña a San Nicolás, en calidad de secretario, al general Paz quien se proponía organizar un cuerpo de ejército, fracasada su misión en el interior. Durante el sitio de Lagos se alista en la primera compañía de Guardias Nacionales. Es el caudillo electoral más prestigioso entre los pandilleros que en las elecciones de representantes a la Legislatura se apoderan de las mesas y de los votos para impedir que los chupandinas -mucho más numerosos pero descabezados - desplacen a los separatistas del gobierno provincial y preparen con los jefes porteños desterrados las vías del entendimiento con Urquiza. En Cepeda carga a la bayoneta sosteniendo el avance del batallón Morales: se lo creyó muerto en combate. En Pavón defiende con éxito el parque de artillería. Después de la batalla cambia cartas con Mitre y no satisfecho con las explicaciones de éste, que no lo había citado en el parte, pide reiteradamente su separación del Ejército. Años después como miembro de la Cámara de Diputados de la Nación se estrena con el famoso discurso de rechazo a la federalización de la provincia y luego será el gobernador de Buenos Aires cuyas cordiales relaciones y afinidades de doctrina con don Marcos Paz, de relevantes antecedentes federales, en ejercicio entonces de la Presidencia, precipitan las renuncias de los ministros Rufino de Elizalde y Eduardo Costa. El nuevo ministerio al que se incorporan Marcelino Ugarte y José E. Uriburu traduce la concordancia política de Alsina y Paz, que sólo interrumpió la muerte de éste. Vicepresidente de la Nación en 1869 y en 1874 Ministro de la Guerra, hasta su muerte. Inicia entonces la conquista del desierto que jalona con una cremallera de zanjas y fortines. Huelga añadir que en 1868 y 1874 arriesgó, al borde del éxito, por dos veces su candidatura a presidente. Faltó la ocasión de una tercera que hubiese sido la vencida. Entre dos fuegos, los federales porteños, los rosistas a quienes la defección de Urquiza enerva, no pueden tampoco llamarse a engaño respecto de lo que significa el retomo de los emigrados. Si por una parte los empuja el sentimiento localista que es fuerte en las élites de la ciudad, donde los linajes federales tienen indiscutida alcurnia, por el otro, la inercia de las antinomias los lleva al campo de Urquiza. El “cambio” de Alsina no entraña una conversión como la del camino de Damasco, ni modifica su cosmovisión acerca del país y de su tiempo. Es, sí, otra actitud y otra posición. Y es también su revelación como político. El joven energúmeno a quien ofusca la dominante tercería de Urquiza; el sargento que como un tigre acosa a los federales en Cepeda; el comandante que se bate en Pavón es el crudo que en 1862 le cercena a Mitre su hegemonía porteña; que en 1868 se atreve, ante el desconcierto de sus corifeos, a cartearse con el dueño de Entre Ríos y que en 1874 inicia con su apoyo, a medias táctico y a medias estratégico, a la candidatura de Avellaneda la marcha hacia la conformación de un gran partido nacional a partir del autonomismo. El hijo único de don Valentín (UN RECALCITRANTE UNITARIO AFRANCESADO Y ANTIRROSISTA) que por su madre llevaba - revuelta en las venas - la sangre y las tragedias federales de los Maza, guiado por su estrella, realizó un viaje entrañable, un viaje por dentro, alrededor de sí mismo y de circunvalación en torno al drama político argentino, con que duplicaría su imagen: por un lado, era el ciudadano cuya postura tribunicia sobresalía en las asambleas de la élite liberal; por el otro, el caudillo de genio arrebatado, tierno y atrevido, que LLEVABA sobre los hombros y los corazones de la plebe porteña. Fue una especie de desdoblamiento fascinante o, si se quiere, de doble revelación de la personalidad: el Alsina Dr. Jekyll a quien admiraba el alto mundo de los liberales, ex unitarios afrancesados por sus genialidades y el Alsina Mr. Hyde cuya fuerza y carisma tan intempestiva, atraía la adhesión de las clientelas populares federales, los ex rosistas, perseguidos y hostilizados por el odio unitario.
A ninguno de sus pares abatió, en plena marcha, el puño helado de la muerte a un paso de la última meta y casi en el momento de franquearla. Ningún argentino, con excepción de Avellaneda, ostenta una parábola tan breve y tan arrolladora, tan sostenida y perfecta en la comba del ascenso. Ningún argentino entregó su existencia tan pródigamente a la política, con una dación tan absoluta de su personalidad, de su intimidad, de su vida entera. Al margen de la política nada se había reservado Alsina para sí; de suerte que alguien dijo con notoria justicia que el único hogar a la medida de Adolfo Alsina era su Buenos Aires, todo Buenos Aires. Por eso, él hubiera podido hacer suyas las célebres rimas del bardo porteño “He nacido en Buenos Aires no me importan los desaires con que me trate la suerte; argentino hasta la muerte he nacido en Buenos Aires ” Carlos Guido y Spano. Alsina, que era normal y culto, sin pretensiones de despotismo ilustrado - cuya simulación en otros aborrecía -, no dejó de pensar como le enseñara el pensamiento operante en su tiempo el odio al Restaurador pero su sensibilidad le permitirá sumar a casi todos los ex rosistas. Esta organización marginaba obviamente a los vencidos: como empresa de los vencedores, hubiese sido una locura intentar la restauración de aquéllos. Alsina no cometió ese dislate. Y puesto que no padecía las inhibiciones de los ideólogos ni mortificaba el radio de su visión con anteojeras, en un momento dado advirtió, vio, que la operación política pendiente consistía en incorporar los federales porteños y los del interior al partido mediante un golpe de timón que operase la apertura hacia dichas fuerzas, cuya energía, redoblada en los sismos de la guerra civil, amenazaba cubrir otros tipos de subversión y otros protagonistas a la medida de las transformaciones del país. NO SOY POSIBILISTA EN LA HISTORIA...LOS HECHOS QUE OCURRIERON, ASI LO HICIERON PERO TENGO TODAS LAS DUDAS DE QUE DE NO MORIR ALSINA A LOS 48 AÑOS...HOY ESTUDIARÍAMOS A JULIO A. ROCA COMO UN MILITAR DE MEDIOCRES CONDICIONES....Y SIN FUTURO POLÍTICO...ALSINA YA LO HABIA MEDIDO.
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